A menudo se habla de la reciprocidad en el amor. “No me quiere tanto como yo a él”. “No está tan enamorada como yo”… Los registros dramáticos de lamentos en las parejas son tan previsibles como asombrosamente vulgares. Pero en la amistad también sobrevienen desniveles o grietas  y no se paran las rotativas cuando se desencadena un titular funesto. Quizás porque es menos literario, menos sembrado de tópicos y lugares comunes y los seres humanos tendemos a cultivar el romanticismo fácil y a dejar que la amistad crezca como hierba salvaje, a su libre albedrío.

En el colegio “te ajuntaban” o “no te ajuntaban”. Minichuki me tiene al corriente de quién es “su más mejor amiga/o” del momento. Ganarse ese puesto destacado no es baladí. Su alegría alborotada cuando una niña VIP le pide sentarse a su lado en el autobús el día de la excursión nada tiene que envidiar al primer beso adolescente. Los juegos de patio son la versión naif de los juegos de trono, y tienen consecuencias. Si consigues ser la más mejor amiga de una líder (una “popu”, de popular) te conviertes en menos pringada y las discípulas de la primera te mirarán con cierta reverencia.

Todos hemos tenido algún amigo o amiga que un día hizo un comentario letal. Ese que evidenciaba que no estabas tan arriba en su consideración. En ocasiones el chasco procede de un agravio sutil. Recuerdo a alguien a quien tenía idealizado por el calor y el cariño con que me recibió en uno de mis trabajos, hace muchos años ya. Yo recordaba cada detalle de esos días, anécdotas, imágenes y conversaciones. Pero comprobé que a ella no le había quedado ni un recuerdo, y más grave aún, le asombraba que a mí sí (dado que sin duda nuestra relación, colegí, había sido estrictamente profesional. Al menos para ella).

Fue descorazonador, volví a llevar el uniforme del Mater Inmaculata, el bocadillo en una bolsita de tela, los zapatones azul marino y las coletas medio deshechas por un instante. Regresé a la decepción escolar y me uní al grupo de fantasmas que jugaban a “churro va” en aquel patio de cemento del colegio, menos acogedor que un puticlub de carretera sin neones.

Dejé de considerar amiga a esa mujer. Le puse la etiqueta mental de “compañera a la que aprecio”, y sólo entonces me quedé tan a gusto.

El otro día, comiendo con J.M., entendí que era el caso contrario. Una relación profesional que con el tiempo y muchas conversaciones ha ido tejiendo una amistad. “Tu amigo catalán está en los Madriles. ¿Tienes tiempo para café o comida?”, me puso por wasap y me dio una gran alegría. Era la promesa de una charla nada convencional donde su fina inteligencia no dejaría fleco suelto y donde me regalaría uno de sus relatos perfectamente urdidos, plagados de sentido del humor y ese dominio del planteamiento, nudo y desenlace que tiene mi amigo y que me deja siempre clavada y atenta a no desperdiciar ni una palabra.

Eso y su cálida sinceridad, tan directa y tan duty free.

Compartimos un cocido completo, nos contamos nuestras vidas y proyectos, renovamos los votos de un futuro matrimonio de desorientados -“yo creo que nosotros nos perdemos porque nos va bien, es una forma de desengancharnos de lo que no nos interesa”, dijo él- y nos despedimos con esa certeza de la amistad en construcción y sin grandes titulares.

Puede que no nos veamos en meses. Puede que tardemos semanas en hablar. Pero sé que JM siente por mí algo muy parecido a lo que yo siento por él. Que recuerda cada viaje que hemos hecho, cada confidencia que le regalé, cada quiebro y alegría que le he ido confiando. Y yo los suyos. Y ambos adivinamos que en otras circunstancias nos frecuentaríamos más y nos perderíamos a menudo por esas calles inhóspitas que exigen atención permanente o te condenan a vagar en círculos infernales de los que sólo te rescata el puro azar o el brazo cálido de un amigo.

La amistad exige tanta reciprocidad como el amor. Ahora lo entiendo. Y debo contárselo a las Chukis para que entiendan por qué a veces es mejor ir solo en autobús de excursión que al lado de alquien a quien no le importas demasiado. Alguien que no estaría dispuesto a perderse contigo, y a encontrarse.