Mi querida Big-Bang:
El mundo del chándal nos invade. Una cosa es ser casual y otra hortera. Sí, no es que una no haya abrazado la malla gris marengo como uniforme doméstico en alguna reencarnación, pero lo de salir a tomar el aperitivo con un dos piezas de lycra azul desteñido y el periódico bajo el brazo me parece antitético. O eres deportista, o lees. Nunca ambas cosas. Tú dirás que es cómodo, no lo dudo. También debe serlo andar en pelotas como el padre de la familia en la que cayó mi nueva estheticienne, Sanda. La pobre, mientras me machaca el rostro, me completa un relato de inmigración que hace que me avergüence de mis compatriotas por crueles y chungos.
“Los niños de la casa me tiraban los macarrones a la cara, sin que su madre les dijera nada, y el hombre me hacía repetir muchas veces: quiero pollas, que era como yo decía repollo cuando llegué sin saber una palabra de español”. Yo trago saliva. “Ahora le voy a pasar una máquina por la cara, no se asuste. Sentirá ligeras descargas eléctricas”, prosigue sin alterar el tono de voz, y yo me entrego al castigo obediente, en nombre de esos desalmados que la humillaron por ser guapa y extranjera.
A estas alturas, mi plan de exilio cobra bríos. Tengo la impresión de que en este país de catetos aún no nos hemos enterado de la misa la media. Y encima seguimos pegados al chándal, orgullosos de retozar los domingos por el cetro comercial, desnortados e infelices con el tomate frito Orlando como icono de evasión. “Además, no hablamos idiomas”, le digo a Sanda, que tiene un hijo de 21 años que también la maltrata. “Quiere que le dé todo y yo lo hago, porque cuando era pequeña en mi casa nunca me dieron nada. Cosas del régimen comunista…”-
A estas alturas no puedo pasar un segundo más en la camilla sin pegar respingos. No puedo explicarle más que mis compatriotas no son todos así. Que el capullo camionero que le pegó un susto la otra madrugada, mientras corría, es una excepción maloliente. Que esa visión de modernidad parece un espejismo cuando hay casi cinco millones de parados. Y que, además, al español medio, lo que más le pone, es tirarse en chándal con su parienta los domingos y gritar con los amigotes con una lata de cerveza en la mano. A lo Hommer Simpson. Pero en cañí.