Las grandes decisiones de la vida a veces son pequeñas, aparentemente banales: “¿Cambio el parquet flotante o me voy a la Rivera Maya?”

Lo que necesito o lo que me produce placer. Aunque sea un placer volátil.

De eso versaba anoche una conversación de grandes amigas en mi cocina. Creo que las cocinas propician los mejores relatos. Quizás porque carecen de la solemnidad del salón. O porque huelen a guiso concentrado, a afanes de puchero o thermomix -seamos contemporáneos- O porque nadie miente delante de una encimera repleta de viandas, cuchillos con el filo manchado y latas de cerveza camino del reciclaje.

Ser práctico o manirroto. Esa es la cuestión. Creo que en tiempos de crisis producen extremada complacencia ciertos manotazos sobre la mesa. Un derroche inesperado que te deja la cuenta corriente tiritando segundos antes de que la culpa se asome por debajo de la puerta.

Mariscada

Recuerdo a una pareja de amigos que contaban que en sus primeros años de casados vivían al día con la despreocupada sabiduría de quien confía en el porvenir, es joven y ama. “Cuando nos quedaban tres mil pesetas en la cuenta nos arreglábamos como estrellas de cine y salíamos a tomar una mariscada con su vino”, relataban. Y así, borrachos y felices regresaban a casa a la espera del maná que caería después. Confiados en que el devenir se fijaría en ellos. Tan jóvenes, tan guapos y tan aguerridos.

Yo por entonces era una jovenzuela calvinista que se había emancipado muy pronto y que con su primer sueldo pagaba alquiler y alrededores. Nunca en mi vida he mirado tanto el dinero. Apuntaba con pulso de contable minucioso cada entrada y cada salida de mi cuenta, y el relato de los del marisco me parecía un ejemplo de arriesgado dispendio que hoy, sin embargo, encuentro adorable y hasta necesario.

Riviera Maya

A veces hay que poner todas tus fichas en una casilla del tablero, y girar la ruleta con absoluta fe en que caerá en tu número y en tu color. A veces hay que elegir la Riviera Maya y no mirar el suelo desportillado de tu casa. El hedonismo como religión sin mandamientos ni castigo (querido J.E, esto va por ti). Un contable, admitámoslo, es una figura gris que siempre imaginas con el pelo lacio y caspa sobre los hombros. Y que no se me enfaden los contables. Una es fruto de sus películas, sus lecturas y los personajes que contempla o imagina.

Gaudeamus Igitur sigue siendo hoy, aunque hace años que dejé la universidad, uno de los himnos de mi vida (El otro es I´will survive, de Gloria Gaynor).

Y la cocina es ese templo donde acojo a mis amigos y me abro de orejas para que no se me escape ni una frase, ni un suspiro que pueda devenir relato o caldo para abrigar noches de invierno.

Y así pasan las horas, y las noches, alumbradas con el chupchup de un puchero imaginario que calienta los estómagos y los corazones de quienes ya están preparando ese viaje. Ese dispendio necesario, cuestión de vida o muerte. Y mañana… dios dirá.