El diario como un aprendizaje caníbal. Uno termina devorando sus despojos en la ilusón de que ya se arrancó las piernas y los brazos, y por lo tanto no siente, no hay latido. Mi retorno a Amiel engendra monstruos de sueño y escritura. Parece que me grita, su agusanada mente del siglo XIX:

“No tengas el aliento tan corto, no te objetives tan deprisa; eres como una chimenea de tiro demasiado rápido, que no puede presentar nunca un brasero bien alimentado, sino solo llamas impacientes; ten menos chispas y más llamas, menos relámpagos y más luz”, se mortifica y me hostiga.

(Desde la radio alguien dice que Julieta, la última de Almodóvar, ha sido su estreno más estrepitoso en 20 años. Escribo a G: ¿Será el fin de un estilo? No he visto la película, pero que la noticia sea la crítica del crítico obstinado y el nombre del director en los papeles de Panamá despista mi atención y atonta mi escuálido deseo).

Anotar un cambio en el modelo de combustión. Las brasas frente a la llama impaciente, la confortable espera.  Ayer con T, -últimas tardes- hablamos de los tiempos de las cosas. De cómo acomodar lo que ha llegado y dejar que sus ondas encalmadas contagien otros charcos más voraces. Del ídolo caído que peca y se humaniza. De hombre que te muestra sus heridas, del sabio sin resabios.

El diario “peca por omisión y pinta en negro”, leía anoche. Y J. me confiesa, muchos años después: “te prefiero en papel, no sé por qué”. Yo me prefiero en calma, escritora de pluma y de tintero. Amiel se gusta desprovisto de toda sinonimia, y esa ambición le obsesiona hasta la apnea. Quiere borrarse, manco y ciego; quiere no ser un tipo que escribe, sino ser-se a través de las letras. Beberse, devorarse y ofrecerse en banquete alimenticio a todos los voyeur. Y ser regurgitado, si procede. Papilla de uno mismo.

Ginebra me ha condenado al silencio meditativo del monólogo“, prosigue, proseguimos.  No existe el mónologo, querido Henri Frédérich, sólo la enfermiza introspección en las aguas estancadas del yo para entender al otro (que eres tú) y perdonarse. Y dejar de repetirnos en secuencias con ritmo que desdeñan su esencia y burlan  su perfil más honorable. (Ayer, mi adolescente, recitaba los elementos de la tabla periódica, que no se me ha borrado de la mente. Se le atasca el Rubidio. “De haber tenido un hijo lo habría llamado así, Rubidio, sin esa tentación del diminutivo que nos doma y envilece” (selecciono la frase para mi personaje, que va tomando cuerpo en el desván, donde lo alimento de huesecillos y agua, miserias de escritura que será. Salir del ego).

Querido Giacometti, cuento tus días fuera como cuento los moratones de mis piernas, la caída que fue. Escucho tus palabras, me las bebo. Bajo de mis tacones, te soy de andar por casa. Ya estrené las almohadas, ya habitó una hija entre mis sábanas. El Hombre de mi libro aún no tiene nombre; unos le vienen grande, otros pequeño. Tiene una frase tuya, con la venia: “A mí los cuarenta me dejaron seco. Mi mejor época fue mi peor década”. Serías carne de Amiel, enjuto y sin vetas blancas, nutritivo. El diario es a la escritura como el entrenamiento a la carrera. El fin de la velocidad, elogio el fondo descampado. T. asiente complacida, pero no sonríe, de tan  profesional, tan contenida.

Rubidio es un gran nombre, ya lo creo. Lo cuelgo con tu cuadro, sólo con un clavito de momento. Irá cambiando de pared, tal vez de habitación, hasta encontrar su hueco por derecho. Elogio del impulso atemperado. “Las impresiones más delicadas son las más fugitivas”. 30 de octubre de 1852. También 12 de abril de nuestra era.