Mi querida Big-Bang:

Cuando no sé bien qué me falta, me da por comprar bombillas. “¿Qué tipo necesita, de rosca grande, pequeña, de vela, mate, bajo consumo…? , me pregunta mi ferretero con letanía de experto. “No estoy segura, póngame dos de cada”. Con las bombillas pasa como con los zapatos: nunca se tienen suficientes. Pero llenar el cajón te da un subidón de precavida autoestima y la seguridad de que nada malo puede sucederte. Al menos, nada malo a oscuras.

No es que me hayan hecho a menudo luz de gas, que ya sé que lo estarás barruntando, es que cada vez que doy a un interruptor y nada se enciende me enfrento al fantasma de mi dejadez. Y entonces veo nítidamente el trozo de parquet sin barnizar, las puertas que no cierran de mi armario, la barra de las cortinas que nunca colgaré y el chirrido del tendedero que parece una grulla torturada con alto voltaje. Por no citar la tubería del lavabo que gotea, el horno que estalló con un pollo calcinado o la pesa del reloj que se cargó mi sobrina cuando yo aún creía en el matrimonio y el neanderthal campaba por los montes.

Entenderás que la falta de bombillas es una catástrofe vital, que me pone tan loca como que al hermano subnormal de “Algo pasa con Mary” le tocaran la oreja. Una tiene sus talones de Aquiles, un extra de vulnerabilidad que la convierte en una piltrafa en un solo click. “Si tuvieras un hombre en casa, estas cosas no te pasarían, hija”, murmura mi padre con los alicates en una mano y el pitillo en la otra. “Ya, papi, me pasarían cosas mucho peores y mucho más caras de reparar”, respondo tendiéndole una alcayata.

Además, nadie te garantiza que el hombre en casa sea de la categoría “homo habilis”. Así que, años ha, pedí como regalo de reyes una taladradora “con rayo láser incluido”. Una de esas que proyectan con luz el punto exacto donde hacer el agujero. Recuerdo perfectamente que el primer día, con mi arma letal en la mano, me sentí Lara Croft y ataqué la pared con tal vehemencia que casi se viene abajo. Allí se apagó mi vocación de superheroína maciza. Al fin y al cabo, la ficción es mentira y seguramente Angelina Jolie no sabe lo que es un taco del 9 o una llave de trinquete. Ni falta que le hace.

Para calmar mi desazón dominguera me propongo poner una o dos bombillas aquí y allá. Llamaré a las chukis y les diré: “mirad lo que soy capaz de hacer, chitinas. Esta rosca la voy a ajustar sin mirar ni nada”. Hecha la performance y explicada la lección de sutosuficiencia doméstica, no nos queda más que atacar el cajón de los zapatos y jugar a heroínas de real life que se la juegan en la oscuridad selvática de las taras que nadie repara. ¡Papá, por favor, ven pronto con la herramienta!