“Incluso el vino solo sabe a bruma” (Simplicidad, Cesare Pavese)

Una librería es un templo sin confesionario. La Rafael Alberti, en Madrid, está muy cerca de la casa de Luis Rosales, en Altamirano, de la que nos hablaba la (gran) profesora Pilar Palomo en Periodismo, y tiene sacerdotes que trajinan con ligereza entre los volúmenes selectos cuya lectura es una revelación tras otra. Pero aún no lo sabes. Y en lugar de dos padres nuestros y un avemaría acaricias con esa mezcla de respeto y reverencia los lomos de las cubiertas recién expulsadas de imprenta. Y M. sentencia, casi tímida,  “Los libros ya no huelen como antes”.

Uno entiende que debería arrodillarse aquí, y no en otros lugares polvorientos con bancos de madera y viejas murmurando letanías. (Mi querido U. apuntaría otros lugares donde hincar las rodillas hasta despellejarse, lascivo y retador) La lectura es sagrada porque transforma ipso facto. Los rezos, en cómodos plazos que a veces no se cumplen, como los pagos del rescate griego.

Ayer fue Joseph Roth mi botín, gracias a un librero y un señor argentino con bermudas que llegó sofocado y soltó las bolsas de la compra. La silla de la Alberti llevaba su nombre, al parecer. Hablamos de Zweig, me retó a leer a Roth y se devanó los sesos por recordar en que libro del primero se relata el entierro del segundo: “Tenéis que leerlo”. No estuvo de dios, pero ya tengo un reto. Lo más parecido a un sudoku que haré nunca.

Stefan Zweig y Joseph Roth

Me llevé, aconsejada por el gentil M, “Job” (Acantilado). Comienza así: “Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mendel Singer. Era devoto, temeroso de Dios y normal y corriente, un judío como cualquier otro”.

Un judío como cualquier otro.

El libro compite en mi rampa de despegue con “La inmensa soledad“, de Frederic Pajak. Subtitulado “Con Friedrich Nietzsche y Cesare Pavese, huérfanos bajo el cielo de Turín” (errata naturae). La soledad ejerce siempre una atracción poderosa, magnética, sobre mis colmillos de lectora. Más aún de escritora. Ayer en la Alberti me sentí pequeña. Mi libro entre Amis, Auster, Salter, Lorrie, Homes…  Y sin embargo el orgullo cálido de pertenecer a esa secta que adora las palabras como se adora a un dios que siempre te devuelve la pelota. Y luego ese pudor de pensar si estos autores pudieran expulsarme por intrusa, ¿dónde me refugiaría?

Librería Rafael Alberti Madrid

“No es verdad que la muerte nos llegue como si se tratara de una experiencia frente a la cual todos somos novicios…Todos, antes de nacer, ya estábamos muertos“, escribe Pavese en su diario, “El Oficio de Vivir”. Y ahora lamento no haber buscado ayer ese volumen. Seguro que estaba entre esas estanterías que te aplastan porque recuerdan lo que te falta por leer.

Y luego, frente a F., hablamos de qué habrá cuando te mueres. Y me confía una escena, su padre moribundo, el asombro final, como un destello, y me emocionan, como siempre,  su fe inquebrantable y su ausencia de dogma. Y le digo a mi amiga que para mí acabarse un día no es un drama. Y antes, con M. en su coche -dos desorientadas se reconocen y se entienden de inmediato- que saber que se termina te impide perder el tiempo en compañías insulsas o tóxicas, en lecturas poco nutritivas. Te mueres y ya está. ¿Por qué es tan importante?

Librería Alberti, mi libro. Emoción.

Y entonces una página al azar  de libro de Pajak te trae a Nietzsche, que ahora cuenta un sueño: “Oía en la iglesia el sonido del órgano, como si se tratara de un entierro.Y, mientras me preguntaba por qué, se abrió de repente una tumba y salió mi padre de ella, cubierto con un sudario. (…) Al día siguiente mi hermano pequeño Joseph se puso bruscamente enfermo, tuvo convulsiones y murió al cabo de unas horas. Nuestro dolor fue horrible. El sueño se había cumplido a la perfección”.

Hoy despierto contenta de haber dejado “La vida en cinco minutos” (Círculo de Tiza) tan bien acompañada. Escribí largas dedicatorias para lectores que no conozco ni conoceré. Como me hubiera gustado encontrar en mis capturas de Alberti. Sentí el fuego de la fe en el relato, en la poesía, y creo que recé o al menos di las gracias por tanto privilegio. Y a mi amiga y a mí nos devoró la calle, ese vendaval de aire de secador que ahora es Madrid, contentas y del brazo. La amistad sabe a bruma y encharca los pulmones. La muerte es alegría porque te sientes aún más vivo. Y la calle, a deshoras, tiene un camino de plata que te lleva a una librería donde los autores vivos y los muertos se emborrachan sin miedo y esperan la llegada de los fieles, entre salmos y rezos. Con ese olor a goma y a barniz…

P.D. «Nosotros los exiliados no llegaremos a viejos». Lo dijo Zweig a la muerte de Roth, alcoholizado. Luego se suicidó.