Mi querida Big-Bang:

Dame un niño gritón en un tren y unos padres huevones y me convertiré en la madrastra de Blancanieves. Odio, odio, odio a la infancia porculera. Cuando yo tenía bebés, allende los tiempos, solía amordazarlos y drogarlos convenientemente en los viajes, bodas, bautizos y comuniones. Dar la nota yo tiene un pase, pero mis chukis ni de coña. Habiendo anestésicos como el de Michael Jackson disponibles, ¿qué necesidad tiene uno de escuchar gritos agudos en sensuround?

Situación: happy family en el vagón 8, en adelante “el vagón de nunca jamás”. Padre pijo, madre repija y prole vestida igual, como los niños de “Sonrisas y lágrimas”. Una amalgama de Burberry, Polo Ralph Lauren y Tous en tonos pastel. De traca. Sobre la mesita, el Telva ella, La Razón, él. Y a un lado, como parte del atrezzo, la canguro sudamericana, sabedora de no encajar en la foto y deseosa de perpetrar un Puerto Hurraco con los chungos de sus señoritos.

Yo, que me las prometía felices con una siesta, iba entrando en soporcillo con el Cuore en las manos cuando de repente empezó todo. La bebé, más propia de “La semilla del diablo” que de los Von Trupp, empezó a desgañitarse en La mayor, y yo pegué un respingo en mi butaca preferente. Sí, aquel bicho rubio odiaba a sus padres y al sistema que la condenaba a ir vestida a conjunto para el resto de su vidas. “Te entiendo, tronka”, pensé, contando despacito como me has recomendado que haga cuando me embarga la ira.

La pobre empleada de hogar (a la que esos padres se referían como “la chica”, porque es sabido que el servicio no tiene nombre), intentaba sin éxito aplacar al bicho. La madre se mesaba las mechas fingiendo que la cosa no iba con ella y el padre -bermudas beige, polo azul clarito y naúticos estilo rey Juan Carlos- pasaba las páginas de su periódico con cierto nerviosismo. No, esta familia de pro no iba a descomponerse por unos alaridos de nada, pero el resto del pasaje estábamos entrando en brote psicótico y a las películas de trenes y psicópatas me remito.

Todo esto te lo cuento para que entiendas que no me quedó otra que irme a un lugar seguro. El vagón bar. Ese refugio sagrado de los colgados donde nadie te mira cuando pides un espirituoso, y otro y otro más, mirando fijamente al olivar que devora el tren a 300 km/h. Con la ventaja de que los traspiés parecen fruto del vaivén, no de la cogorza. Así que ahí estaba yo, la madrastra, pensando un exterminio de menores rubios cual Herodes, cuando a otro borracho le dio por entablar conversación conmigo. Diez minutos más tarde habíamos perpetrado el crimen perfecto, brindado por Agatha Christie y por Patricia Highsmith e intercambiado teléfonos.

Tengo un plan: proponer a RENFE la creación de vagones temáticos. Uno para familias insoportables con niños repipis y otro para lobos solitarios alcohólicos que leen el Cuore y echan cabezaditas. ¿A que mola?