Ser borde, para algunos, es una condecoración. Una forma de salir de las trincheras en tiempos de paz con la metralleta bien cargada.

El otro día hablábamos de una mujer que se relaciona con el mundo siendo antipática, arisca y seca. Como si esa actitud la elevara a una colina donde ver a los demás empequeñecidos. Manejables. Dar miedo es una forma de dominio cobardón cuando no se dispone de herramientas para relacionarse en igualdad, imagino (pero ya sé que suena a diván barato y pido clemencia).

No me gustan los bordes. He roto lazos con alguno porque encontré sadismo en su amistad. Me da igual si su problema es que se sienten menos, los insultaban en el colegio o el mundo no se adapta a sus expectativas. Me asombra que algunos personajes de la tele triunfen por mostrarse desagradables y morder a los demás con gestos y palabras desabridas/dentelladas de mortífero veneno. En general, el victimismo da mal resultado. Los calimeros -la cara B del borde- creen que ahí fuera hay una confabulación para romper sus cascarones. Un enemigo con tentáculos que los maltrata y los coloca en el paredón. Y se quejan y te lloran y querrían machacarte pero no se atreven.  

Un calimero es un borde sin agallas que te clavará la espada en cuanto te des la vuelta sin dejar de hacer muecas de dolor. 

Lo más provechoso de cumplir años es aprender a alejarse de unos y otros. Entender sus mensajes cifrados. No dejarse intoxicar por ese misterio tenso del uno ni por la falsa llamada de compasión del otro. Y saber que dominar la teoría no te hace inmune a esas personas, pero sí un poco menos vulnerable.

Presumir de ser borde, antipático o insociable se ha convertido en trendingtopic, me temo. Hay periodistas que viven de eso y escriben columnas que te hierven la sangre o entrevistan personajes con preguntas agresivas para lucirse ellos sobre todas las cosas.  Todos soñamos con ser escritores malditos, pero en realidad apenas llegamos a hombres o mujeres inquietos que se preguntan por qué la desazón dispara los dedos en la madrugada. Y me parece saludable drenar con las palabras y ser menos seco al salir de casa, si procede. Dicho esto confieso que mi adolescente me recrimina mi bordería cuando contesto con un simple OK a sus wasaps. Y la entiendo. Yo misma he reprochado a veces la falta de calor de esos mensajes prácticos pero desalmados, y trato de enmendarme con los emoticonos sonrientes, la emoción concentrada en un dibujo naif de comprensión universal.

Creo que escribo todo esto porque a Minichuki el otro día la hicieron sufrir unas capullas que organizaron una tarde de sábado sin ella. A mí los niños crueles me excitan los jugos gástricos de mis peores instintos. Querría darles una bofetada delante de sus madres. Recuerdo con nombres y apellidos a las malas de mi cole de las monjas. Esas que tiraban la piedra y escondían la mano cuando “borde” era una palabra inexistente pero Calimero ya se asomaba a nuestras teles. No digo que mi hija sea una santa, pero sí una niña muy sensible que no se queja porque es orgullosa, y que ha decidido que pasará su noche de Halloween disfrazada con su padre, tan tranquilos,  en lugar de salir con esas chungas con pintas que el otro día le negaron el pan y la sal y ahora la invitan.

Intuyo (y deseo) que los bordes encierran en sus casas el peor de los castigos. Un marido asqueroso, una mujer infiel. Un cuarto de pensar con cadenas de mazmorra. El eco eterno cuando hablen. Grietas en las paredes. Una gata furiosa. Tres pedazos de queso ya seco en la nevera. Charcos al pie de la cama. Y un ogro que se acueste con ellos para asegurarse de que sigan soñando petróleo negro para ahogar su malestar con caras de asco que alguien decide que molan.

P.D. Un borde, me parece,  es un desgraciado que no sabe pedir sino escupiendo lava. Y se pone cachondo con el miedo y el estupor ajeno, que interpreta erróneamente como una forma de respeto.

(Del Cuaderno de notas para padres imperfectos)