“En ocasiones me da miedo pensar que lo más seguro es que me pase el resto de mis días deseando haberle reventado las tripas a un conejo delante del huerto de Harry Frey cuando tenía seis años”.

Hoy me he despertado repentina y he tirado de Donald Ray Pollock (“Knockemstiff“, Randon House Mondadori). Un viaje a la pesadilla rural de donde nadie escapa, una sucesión de historias pegajosas y sucias como un bote de mermelada arrojado en medio de un camino de polvo que conduce a un aserradero desierto donde sopla el aliento seco y ardiente del diablo.

Entonces he recordado que ayer mi fisio me confesó que desde que se había divorciado lee menos, y con impaciencia. “Prefiero libros de relatos, así no tengo sensación de culpa si sólo avanzo unas páginas” (decía mientras presionaba mi trapecio con saña de acero caliente). Mi impulso curioso estuvo tentado de indagar sobre la relación entre divorcio, culpa y desidia lectora, pero la camilla no es lugar para charlas de entomología social. Eres cuerpo a plomo y así debe ser. La turbina del pensamiento no para, sin embargo. Y se queda enganchada en esos detalles pequeños, pero elocuentes, que delatan acciones de una bajeza moral que ríete de las de Knockemstiff (Ohio) de Pollock.

Mi problema -le hubiera confesado a mi afanosa fisio de haber querido pegar la hebra- es la ausencia total de mitomanía. Que suelo ver al emperador en pelotas por más que lo cool sea elogiar su fastuoso manto de armiño. Admiro desde luego al virtuoso capaz de tramar una historia que trasciende las letras que la abrigan. También al noble inteligente, al íntegro sin trabas, al portador de un sentido del humor que jamás coquetea con el sarcasmo. Y creo que uno debe detectar lo antes posible eso que ni un huracán puede arrebatarle. Su esencia nuclear, que imagino una bola brillante y giratoria. Y sería reconfortante bautizarla, igual que algunos bobos bautizan a su miembro viril con muchos menos méritos de guerra en la mochila.

El traje nuevo del emperador

Y de madrugada, en una soledad atroz y necesaria,  leo y celebro:

“Lo ha visto todo el mundo, ese anuncio donde un viajo va corriendo por la playa iluminada por la luna junto a una hermosa starlet con el pelo rosa y un tanga plateado; el que dice que nunca es tarde para empezar desde cero. El tío va dando brincos como una puta gacela, apenas toca con los pies en la arena y tiene un bulto del tamaño de un mazo dando tumbos dentro del bañador a cuadros”.

Me hago cargo, hombre llamado Pollock. Tu apellido es un chaparrón del piedras del tamaño de un meteorito de película mala de domingo a la hora de la siesta. En ocasiones no es que quieras reventarle las tripas a un conejo, es que ves conejos saltando por doquier, o trepando por las enredaderas en busca de un atajo feliz. Y es un relato. Y debes celebrarlo porque excita tus dedos al teclado que alimenta ese yo inmortal,  irreductible.

Y caigan meteoritos a destajo. Y se queden las moscas pegadas en los restos de mermelada de ese bote, batiendo sus alitas en agonía lenta mientras llega y no llega un cineasta cruel y lo hace dogma.

Y es todo tan vulgar, tan cotidiano, que sucede en ese Ohio que son los reductos pequeños donde el tuerto es el rey y tirita de miedo bajo su nada.