A veces prefiero la compañía de los muertos. Y de entre ellos, a Sylvia Plath (sí, ya sé que he hablado mucho de ella últimamente, pido indulgencia de jueves). No la leo de corrido, ya sabéis de mi saltimbanqui promiscuidad literaria, pero se ha convertido en un libro de cabecera que abro por una página al azar y me interpela:

“Así que ¡Tengo que decidir un par de cosas!¿Soy capaz de escribir? ¿Llegaré a escribir si practico lo suficiente? (…) Sobre todo, ¿PUEDE UNA MUJER EGOÍSTA, EGOCÉNTRICA, CELOSA Y SIN IMAGINACIÓN ESCRIBIR ALGUNA CONDENADA COSA QUE MEREZCA LA PENA?”.

En realidad utilizo a Sylvia como puchimbol. Como confidente y como banco de pruebas. Admiro su desgarro hecho texto, el felino rastro de su sangre y de sus lágrimas, esa desesperación agria que alumbra imágenes tan potentes que ya querría yo. Acidez suprema, alta definición.

Hay un día en que los personajes de tu libro cobran vida y te dan por saco a cualquier hora del día y de la noche. Otros días se te desdibujan, con una obstinación tan molesta que los matarías con un método sádico que no dejara huellas. En realidad puedo matarlos ahora mismo. Meterme en el programa endemoniado que no dominaré jamás y darle a la tecla de borrar. Desalojarlos de mi vida como castigo a su falta de diligencia cuando los llamo y quiero que actúen, que se hagan preguntas, que se escupan y que follen sin tópicos descriptivos, sin remilgos. (Nada peor que una escena de sexo reventada de lugares comunes, tan tórridos como falsos).

Quiero que sean ellos, y no un remedo de tantas lecturas, de tantos mamarrachos de la tele o de las redes sociales (los memos de los memes). Quiero que emerjan poderosos, altivos, desmadejados o viles: que se restrieguen en la lona y den un espectáculo de golpes y cimbreo de cinturas, que se desgañiten y pidan clemencia, que se rompan y suenen los huesos. Y si no, si esto va a ser la típica historia que ya has leído en otra parte, meter sus cabezas en el horno y activar el botón, querida Sylvia Plath.

¿Por qué a los seres distintos, titubeantes, prodigiosos, les da por suicidarse? ¿No podrían suicidarse los moscardones fatuos que estrenan muchos telediarios con sus actos enclenques? Los corruptos, los abusadores de niños, los maltratadores de esposas y parientas, los mediocres sin méritos probados que levantan el puño y se hace el silencio?

No, no pretendo promover el suicidio como quien promueve la esgrima, la siembra del tomate en tu terraza o el cine vietnamita. El suicidio goza ya de un sutil predicamento. Es un tabú y se lleva a menudo a los mejores. A las mentes frágiles que se plantean enigmas. A los desesperados. A los ácratas. “Vivir es un acto de cobardía, de laxitud insoportable, de ceguera con piernas y con brazos”. Eso dirá mi protagonista, si no lo ha dicho ya (debo mirar mis notas). Y a su sentencia ella responderá con un mohín preparatorio de un comentario a la altura; mucho más enredado, menos terso. Y la bombilla volverá a aflojarse y se hará la penumbra, esa luz tan apropiada para la confidencia y el susurro.

Hoy eran las tres y las cuatro y las cinco las palabras rebotaban enloquecidas por las esquinas del techo de mi cuarto, que es también mi cabeza. Mis dos torturadores se hacían carne y acampaban entre mis sábanas. Levántate, escríbenos con ahínco, maldita dormilona. Y yo me he resistido y ellos me han castigado porque al sentarme al teclado no recordaba nada. Y entonces he leído los periódicos, y después he mirado a Sylvia Plath y he abierto una página, la que ha salido al toque arbitrario y torpe de mis dedos, y he sentido el consuelo de la decepción compartida (que no el talento ni esa vis depresiva, una cosa por otra).

Benditas sean las mañanas que rompen el filo de las noches plagadas de presencias porculeras y que te hacen volver en ti y no cargarte las páginas, sólo revisitarlas con mirada más crítica. Mis dos protagonistas están ahora en el baño, ella le afeita y a lo lejos maúlla la jauría de gatos. Hace frío, una corriente de esas que rompen los riñones. Y huele a nevera con pollo en cierto estado de putrefacción. Suenan los tacones de la vecina de arriba, la familiar tamborrada.

“Mientras hablo conmigo misma de todo esto, el pasado no me parece tan caótico ni el futuro tan negro”, escribe Sylvia.

A mí tampoco. Buenos días, querida,  desde el país urgente y sin (des)consuelo de los vivos.