“Me he dado cuenta de que probablemente ya he vivido la mitad de mi vida y ahora me dispongo a decirle a todo el mundo lo que pienso”.

Pasados los cuarenta acumulamos certezas y  nos da por ser muy libres. Pero decir lo que uno piensa, sin circunloquios ni anestesia, a veces se parece a poner en marcha un ventilador o darle una pistola a un mono. En realidad, quien me brindó la frase ayer sólo quería decir que estaba harta de tragar dolor y sufrir digestiones pesadas. El Álmax se inventó para soportar ingratos, pero el laboratorio no se atreve a ponerlo en el prospecto porque el abuso neutraliza los efectos.

Imagino un mundo donde todos dijéramos lo que pensamos y se me antoja una pesadilla. La cultura nos sacó de devorarnos los unos a los otros, pero se lo cobró caro. En ocasiones la educación te deja congelado frente a un tipo que carece de ella y te sumerge en su mundo de impudicias, excatologías e intimidades que te hieren. Entonces te acuestas con una extraña sensación de naúsea que no te deja dormir y te saca de madrugada de las sábanas con un reflujo ácido que no se va con infusiones de boldo.

La libertad podría ser sacar nuestra ponzoña sin vaciársela al otro en la cara. Minichuki lleva días fingiendo dolores de cabeza para no ir al cole. “Desde el día que me puse la coleta se burlan de mí las niñas”. Le pregunto ¿qué les dices? y no concreta, pero la vieron llorar en la fila el otro día. Admiro a Minichuki porque siempre ha sido muy libre, muy segura de sí misma. Pero hasta para los electrones díscolos llega el día en que la fuerza del núcleo los llama al orden, los aplasta y los humilla por ser distintos. Y entonces tragan bilis y te piden el termómetro para invocar a la fiebre con las lágrimas.

Recuerdo la crueldad de algunas niñas en el patio de mi colegio de monjas. La infancia nunca fue de Mary Poppins, sino de “El señor de las moscas”. Los pequeños dicen lo que piensan, lo que sienten, y se encuentran con la desaprobación de los padres y las reacciones adversas de sus iguales. A Minichuki no le perdonan que los niños la elijan para jugar al fútbol. Que sea una más entre ellos y prefiera la acción a los juegos ñoños de baile y esquinas. Como yo fui marimacho a veces frustrada he alentado su libertad sonriendo entre bambalinas. Me encanta que llegue el sábado y se plante delante de su armario para elegir el look total: “unos jeans azules, mi camiseta de Barbapapá verde y las deportivas negras. Todo a conjunto, mami”, dice muy ufana. Y yo la dejo hacer y le digo que está realmente canchera. Y así salimos a la calle desafiando a las familias con lazos y vestidos. Y soy un poco ella, y me da alas.

Bien pensado, me parece que habría que decretar el día de la verdad. Si existe el día del amor, el día sin humos o el día sin ruido, no entiendo que no podamos dedicar una jornada a decirle al otro lo que sentimos, lo que pensamos, lo que nos hiere, lo que nos provoca. Quizás con unas mínimas normas de cortesía, no sea que el señor de las Moscas aparezca de pronto y nos deje abatidos y sin esperanza.

Y ahí va mi contribución tras beberme el suero de la verdad: Niñas con lazos que cantáis y jugáis a ser mujeres fatales: OS DETESTO. Sois aprendices de la simulación, la coquetería y el desatino. Pequeñas miss Sunshine sin gracia ni inocencia.  Y como hagáis llorar otra vez a Minichuki iré al patio y, tras arrancaros las coletas con mis propias manos os llevaré al campo de concentración de Mary Poppins.

Qué a gusto me he quedado, oye…