“Yo soy muy religiosa, pero a veces no estoy”

Rescaté ayer del periódico la frase de Rosa Chacel de un océano de letras sin mayor interés porque me pareció reveladora. A veces somos, otras estamos. Y nadie puede exigirnos el completo, aunque se llame dios y se aparezca en sueños cual hoguera ardiente.

Los extranjeros que aprenden nuestro idioma lo saben bien. El verbo ser y el estar son como esas chinas que se te clavan en los zapatos y te obligan a detenerte de cuando en cuando en el camino. ¿Yo era o yo estaba?. Cualquiera con cierta biografía a sus espaldas se da cuenta de la inexistencia de una línea recta que lo explique todo. La contradicción es eso que nos hace profundamente humanos. Vulnerables. Incoherentes. Ahora, gracias a Rosa Chacel, esa anciana y escritora adorable que murió en 1994, lo he entendido todo: unas veces yo era, otras simplemente estaba.

Esta certeza tan simple en apariencia es como esas llaves allen que sirven para todo: hay amigos que fueron y otros que sólo estuvieron. Trabajos en los que nos involucramos hasta el ombligo y otros puramente alimenticios. Autores cuyos libros nos cambiaron la forma de ver la vida y otros que simplemente nos entretuvieron una tarde bajo una sombrilla. Padres que fueron y madres que sólo estuvieron.

Hay amores con los que uno permanece, a veces años, pero no llega a estar del todo. Como esos duermevelas de los insomnes que fingimos dormir cuando en realidad vigilamos al ganado no sea que se escape. El ser humano tiende al autoengaño, al espejismo, al trampantojo, y en el durante trata de convencernos de que él era él, pero simplemente estaba. Y estar, no lo menospreciemos, es una manera de situarnos en un momento, en un lugar que con el paso de los años se nos pierde porque las migas de Pulgarcito que tiramos para llegar hasta allí se las han comido los pájaros.

La diferencia entre el ser y el estar la determina el olvido. Y esta sentencia pretenciosa formulada en interrogante sería lo primero que le preguntaría a Rosa Chacel si la tuviera aquí conmigo. La desmemoria es eso que viene en nuestro auxilio para ayudarnos a tirar para adelante. Es esa fórmula mágica que va borrando los perfiles de las cosas hasta convertirlas en un vaporoso carboncillo enmarcado con paspartú que endulza un rincón rosa del dormitorio. Es esa historia edulcorada de algo que no fue pero sin duda estuvo un rato con nosotros, quitándole los grumos al pesar.

Hamlet. ¿Ser o no ser?

Me atrevería a decir, envalentonada con mi segundo café, que hay épocas de nuestra vida en las que somos y otras en las que estamos. Las primeras nos escuecen, nos hierven, nos vuelven del revés, nos añaden una arruga al entrecejo o una lasca en el cabecero de la cama. Las segundas son un baile ligero y desenfadado. Un Martini helado con aceituna. Removido, no agitado. Pero unas y otras son cruciales para entendernos y a una edad, que suele ser pasados los cuarenta, nos dan la perspectiva necesaria para captar el cuadro de quiénes somos.

Hacerse mayor, me parece, es ir ajustando los bordes del estar a los del ser. Y una vez que eso sucede ya no hay regreso posible. Eso es la crisis de los cuarenta, me temo, y lo he aprendido gracias a Rosa Chacel. Otros lo hicieron mucho antes, desde luego,  y mucho mejor:

“To be or not no be. That is the question”.