Tengo una amiga a la que apenas frecuento que una vez contó algo que le habían contado sobre mí (no yo, por cierto) con la condición de que no lo desvelara nunca. Pero lo hizo: “El secreto me quemaba en la garganta”, se justificó. Añadiré que el asunto no era importante en absoluto ni haría que se tambalearan las columnas de un templo romano, pero a mí me molestó el desliz y entendí que la única manera de guardar un secreto es ahogarlo en la glotis, o confiárselo a esas pocas personas que sabrán contener la tentación de apuntarse un tanto a tu costa.

Mi adolescente, por cierto, es una de ellas, y en ocasiones le he compartido una confidencia para que entendiera una decisión mía o simplemente por la relajada sensación de ponerme en sus manos y hacerle sentir que es importante y adulta, porque lo es. Y porque no es nada frecuente encontrar alguien como ella. Observadora y cómplice cuando intuye que su silencio es importante. Estoy segura de que sus amigas así lo entienden.

(Otras veces he sido consciente de que se me confiaba un secreto como una trampa para seducirme y provocarme esa sensación de ser (falsamente) partícipe de algo. Cómplice, depositaria, interlocutora en lugar de espectadora lejana). El secreto puede ser una herramienta de manipulación, desde luego.

Cuando se dice que la información es poder suele hablarse de la prensa, pero creo que sobre todo se aplica a las relaciones humanas. Aprender a etiquetar lo que nos quema en la garganta es una prueba de madurez y de know how que no te enseña nadie. Los chismosos son elementos tóxicos que se juegan una amistad en una mesa, si consigue concitar las miradas asombro y curiosidad de los comensales. Son narcisistas, patógenos sociales. Monos con una metralladora.

Y ahora debo reconocer que no tengo ni idea de por qué me ha dado por hablar de este asunto. Quizás porque en mi familia hay grandes secretos ya despejados, quizás por estar cerca de la persona más discreta, prudente y confiable que uno pueda conocer. Quizás porque cuando alguien te hace partícipe de algo tan importante para su intimidad, su prestigio, su supervivencia, te está demostrando hasta qué punto confía en ti (y sí, es cierto que a veces el secreto es una bomba teledirigida, pero no hablo de ese tipo de secretos)

Ayer en una cena de compañeras con opción a amigas una de ellas propuso un juego. Contemos algo de nosotras mismas que pensemos que ninguna se podría imaginar. La propuesta nos desconcertó un poco, debo decir, y enseguida se inició una rueda en la que algunas rompieron el hielo. Había una abogada loca por el tango y la bachata, una coach dos veces casada…y dos veces divorciada… Corrían las pizzas, las cervezas y el vino blanco y de repente, cuando ya nos íbamos a levantar, una ejecutiva de ventas bastante callada pidió la palabra y confesó que tras una experiencia reveladora había aprendido el Tarot y era capaz de averiguar bastantes cosas. Aquel secreto tenía valor, dado que al grupo de mujeres del curso de liderazgo se nos presupone muy cabales y poco dadas al flirteo con el más allá (ja-ja-ja). Me pareció valiente, me cayó aún mejor de inmediato. Todo el grupo aplaudimos su revelación.

Lo dejo ya, convencida de que, como dice no sé quién del cutremundo del corazón (el chismoso por excelencia) “uno vale más por lo que calla que por lo que cuenta”. y cuanto más cuenta, más tiene que callar porque la verborrea suele ser una cortina de humo que nos aturde y rara vez nos regala una información valiosa. Y convencida de que a las personas que hablan poco conviene prestarles atención cuando se lanzan. Mi hija adolescente es una de esas personas. Y encima te garantiza que tu secreto está mejor guardado en su corazón que en el tuyo.
P.D. Soy muy consciente del escaso interés de esta columna. Su único valor reside en no haber traicionado ningún secreto..