Ayer compartí mesa y conversación con el hijo del luthier de Leonard Cohen. Se llama Felipe Conde, es luthier también además de un hombre elegante y reflexivo. Poco dado a las frases largas, la elocuencia expresiva y tiene cierto aire pulcro y taciturno. Huele a un perfume exquisito que sólo percibes al despedirte. En breve visitaré su taller. Será como ir a un templo. Imagino que a un lugar así uno entra con la cabeza ligeramente inclinada, porque lo que sucede dentro pertenece al mundo de lo sagrado. Las maderas fragantes de Madagascar, las cuerdas que vibran sometidas a la tensión precisa, la caja y el sonido que arranca el aire pellizcado con los dedos. “Te mostraré instrumentos centenarios, ya verás”. Me dijo.

“Haciendo el equipaje para venir, cogí mi guitarra Conde, hecha en España
hace 40 años más o menos. La saqué de la caja y parecía hecha de helio,
muy ligera. Me la puse en la cara y la olí, está muy bien diseñada, la
fragancia de la madera viva. Sabemos que la madera nunca acaba de morir y
por eso olía el cedro, tan fresco, como si fuera el primer día, cuando
compré la guitarra hace 40 años. Y una voz parecía decirme: “Eres un
hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud a
quien la merece: el suelo, la tierra, al pueblo que te ha dado tanto”.

De todos los discursos de los premios Príncipe de Asturias el de Cohen es el único que recuerdo que se haya convertido en un fenómeno viral. Era un compendio de modestia, poesía y gratitud. Lo había escrito por la noche, en su cabeza, después de romper el papel donde anotaba las primeras consideraciones que pensaba leer al jurado y al público. Contó una historia sencilla, la de un joven que aprende los acordes de un instrumento gracias a otro que encuentra en la calle, español, y que un día desaparece de su vida. Cuando Cohen pregunta qué ha pasado se entera de que se ha quitado la vida.

“Al hacerme mayor supe que las instrucciones venían con esa voz. ¿Y qué
instrucciones eran esas? Nunca lamentarse. Y si queremos expresar la
derrota que nos ataca a todos tiene que ser en los confines estrictos de
la dignidad y de la belleza. Así que ya tenía una voz, pero no tenía el
instrumento para expresarla
“. 

Felipe Conde y sus hijos, sucesores

Los confines de la dignidad. Apunto. Nunca he ido a un concierto de Leonard Cohen pero nada me gustaría más. Entiendo que él y su luthier son ese tipo de hombres que no hacen ruido pero cuando se van uno nota su ausencia desoladora y tarda un rato en saber por qué. Yo soy poco groupie de famosos en general. El éxito y la fama no me funcionan como reclamos, pero creo que detecto bien la excepcionalidad. A veces me equivoco, desde luego, o antepongo los rasgos excepcionales para no ver las miserias que duermen en el cuarto de al lado.

Pero en el mundo de los objetos en serie, la multiplicación de videos en Youtube o las copias de los chinos (y adláteres) que haya alguien capaz de hacer con sus manos un instrumento único me parece magia potagia. Las antípodas de la vulgaridad. Y que tenga las manos largas, finas pero nerviosas, y emplee adjetivos nada usuales, te transporta a un mundo como un altar del sacerdote del arte y te dan ganas de prolongar la sobremesa y preguntárselo todo.

Siempre he tenido cierta ambigüedad sobre la poesía. Viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista“.

Puede que la clave de la excepcionalidad reside en que es un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Excepto unos pocos mortales que se avienen a responder a las mujeres curiosas sobre por qué un instrumento puede enmudecer tras un largo viaje, o cuántas guitarras es capaz de construir en un año (tres es la respuesta, hay quien en ese plazo hace dos edificios de catorce plantas que a veces no sobreviven tanto como los instrumentos de Conde).

A veces, para encontrar esa voz que buscaba Leonard Cohen, hay que tener la suerte de cruzarse en el camino con personas únicas. Suelen ser discretas,  a menudo tímidas y desde luego no se apoderan de las tertulias haciendo malabares fascinantes. Pero cuando abren la boca todos callan, de repente. Y al irse uno desea volver a encontrarlos, mejor en su taller. Y callar y escuchar. Como nos decían de pequeños…

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