Hillary Clinton ha mostrado al mundo una serie de fotos de su álbum privado como estrategia de cercanía en su carrera a la presidencia de los EEUU. La intimidad en tiempos de Facebook ha dejado de ser lo que era. Creo que lo más cool hoy es cultivar el misterio. O si no, la desvergüenza.

Hillary pasará a la historia como una mujer inteligente y ambiciosa que tragó el sapo de los cuernos de su hombre con una becaria incauta, apretó los dientes blanqueados y lleva desayunando bicarbonato desde entonces. Y a lo mejor es una actitud sabia. Las mujeres menos listas que ella preferimos evitar las úlceras y sólo tiramos de Álmax cuando se nos va la mano en las comidas.  

Hillary no es rencorosa, y de su álbum escoge esas imágenes bucólicas de cuando Bill era un efebo lindo y ella una feúna con gafas de miope resuelta a llegar a la cima aun con bastón de ciega. 

Desde que me chuto “House of Cards” siento que estoy haciendo un master en parejas. Mi observación implacable de especímenes en IKEA y en los restaurantes era de ingenua aprendiz, de pringada sostenible, ahora lo veo. Hay un cemento entre dos que siguen juntos mucho más fuerte que la costumbre, la pereza o el miedo al cambio. Dos que aspiran a coronar una cumbre no tienen tiempo de entretenerse con naderías tales como si ella se está tirando al chófer o él a la periodista jovenzuela. El sexo, lo dijo cierto señor pillado en un renuncio hace unos años, “es un aburrimiento y está muy sobrevalorado“. Lo importante en una unión es la certeza de que el otro comparte tus metas y tu falta de principios. Nada relaja más que no ser juzgado por la estatura moral del otro. Que te pillen cuestionando la eticidad puede ser mucho más peligroso que el que te sorprendan en la cama con otro hombre/mujer.

El romanticismo, visto así, es muy de clase media y popular. De conformistas. Un adorno hortera para pobrecitos sin ambición que jamás llegarán a una casa blanca ni rosada. Como mucho, a una tienda en un camping lleno de pringados que se magrean en las siestas y lo llaman amor. De golpe he entendido que los valores del ascenso social para parejas son claves a la hora de perpetuarlas. La intimidad es invitar a tu jefe a casa, al jefe de tu jefe, a la prima del jefe de tu ex jefe y que tu mujer o tu marido les sirva un champán francés y, si procede, les toque la rodilla por debajo del mantel mientras te guiña un ojo.

Ayer, en el capítulo que vi volviendo en tren, Robin Wright visita al guardaespaldas del marido, Kevin Spacey, que agoniza en la cama de un hospital. “Yo odio a su marido, si lo he protegido todos estos años era por usted”, le confiesa. Y entonces ella, conteniendo de forma magistral el gesto de sorpresa, le cuenta cómo le pidió su esposo que se casara con ella: “Me dijo, si lo que quieres es felicidad, di que no. Pero te prometo que conmigo no te aburrirás”. Y acto seguido mete la mano bajo la colcha del enfermo y empieza a masturbarle. “¿Era esto lo que querías, verdad?”.

Como soy muy clase media y muy escrupulosa me estremecí con la secuencia. Mi compañero de AVE, un comercial catalán empeñado en pegar la hebra, aprovechó para preguntarme si sabía cómo cambiar un billete por internet. Compuse un gesto a lo Robin y respondí que no. Él a esas alturas no despegaba el ojo de mi pantalla, y creo que me hubiera molestado menos que me mirase directamente al escote. Quedaban diez minutos de capítulo y Atocha se ofrecía ante mis pies, inoportuna y gris. Frustrada, tuve que apagar el ordenador. El hombre hablaba con su ¿señora? en la clásica conversación de pareja: “Ya estoy llegando, Margarita. Sí, desayuné un café con porras en las estación. A ver si puedo cogerme el de las cinco de vuelta y pasar a buscar a los niños al colegio”.

De repente respiré aliviada. Compararse con Margarita era mucho más llevadero que medirse con Robin. Pensé que para Margarita unos cuernos de su marido comercial de éxito serían una puñalada. Y que para él Margarita lo era todo. Y perderla, la soledad de no tener a quién avisar de que has llegado a Atocha. Y supe que tal vez esta pareja de desconocidos se rompa un día, pero que Hillary y Bill Clinton seguirán en la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte los separe…