La partida final

Ustedes dicen que el hombre es
incapaz de entender por sí mismo lo que está bien y lo que está
mal, que todo dependen del medio, que el medio lo pierde. Pero yo
pienso que todo depende del azar. Les voy a hablar de mí”.

Arranco “Después del baile”, una
selección de tres cuentos de Tolstói que publica Acantilado, y
aparece la vieja disquisición sobre el ser humano. Todos somos
buenos mientras no se nos toque el punto de perdición, sea este
punto o no azaroso. Les
voy a hablar de mí (en adelante, hacerse un Tolstói).
A mí, concretamente, me pierde el Scrabble.
Una pareja bien avenida se sienta en
una mesa de hierro bajo un porche rotundo y generoso. El toldo mece el aire con
su leve chirrido, detalle que ella nota al sacar el tablero de su
juego de mesa preferido. Dentro, un saco de letras. Que en su caída
caprichosa al ser volcadas determinan -oh, azar- millones de posibles
combinaciones. Cada letra atesora una puntuación. La lengua pegada
al paladar. Reloj de arena y concursantes concentrados. A sus marcas.
A mí el Scrabble me sube la tensión.
Noto como, delante de mi alineación caprichosa de siete letras,
pierdo el oremus fácilmente. Son ellas o yo, la sangre bombeando por
mis sienes
. Atenas, me sale Atenas, pero no sirven los nombres
propios. Y con cuatro podría hacer una palabra tan anodina como
“seno”, pero el orgullo me frena con sus bridas de acero. Me
importa tanto conseguir una palabra larga y poco común que se me
olvida si le pongo a huevo una triple a mi rival.
-Pero mujer, ¿no ves que ahora yo haré
una y multiplicaré por tres?
-Una mierda de palabra, por cierto.
Estarás orgulloso.
Tolstoi, Después del baile
Y parece que el orgullo es lo de menos
para algunos cuando se trata del Scrabble. Cifras cuentan.
Y si hay
que poner “perro” en lugar de “acerico”, se pone. (La doble
erre es un chollo, como la equis, que siempre te lleva al sexo).
Avanza la partida, y él me indica, caballeroso, que si tengo una “v”
podré petarlo a nivel galáctico.
Oye, que no somos equipo, que somos
rivales
. ¡No me des pistas! (le hago saber). Y utilizaré su valiosa
indicación más adelante, cuando no sea tan evidente, y apretando
los dientes cual tiburón de película de sobremesa.
El Scrabble produce bruxismo. Debería
ponerlo en la caja. Y ardor de estómago. Y explosiones de ira
maldisimulada. Y taquicardia
. “Eres un tiñoso, vas con el camión de la basura
aprovechando mis detritus para componer palabras de mierda”,
susurro. Y él encaja mi rabia sin perder la compostura.
“Voy a hablarles de mí. Si mi vida
tomó el curso que tomó, y no otro, no fue por el medio, sino por
algo totalmente distinto” (Ivan Vasilievich dixit)
A mí las palabras me vuelven medio
loca. Cuando una se me resiste es como una de esas espinas del
pescado que se enganchan en el esófago. Y el sinónimo, que busco en
mi desesperación, no es consuelo sino rendición con bandera a media
asta.
El Scrabble es Mordor. Un territorio oscuro y lleno de niebla
que sólo se ilumina cuando atino y escupo el término preciso. Y el
margen es esa leve recompensa, el resuello mientras mi rival, que no
mi compañero, rebusca entre sus letras y se toma su tiempo.
-Espero que seas consciente de que vas
a ganar, pero con una estrategia chunga (le digo, acumulando
resentimiento R-E-S-E-N-T-I-M-I-E-N-T-O (que no puntúa mal, bendita
R)


-Cifras cantan, guapita.
-Tu escaso talento sólo es
proporcional a tu gigantesco zorrerío.
-Jajajá
Y llega la hora de salir a cenar, y no
hemos acabado la partida. Y el tablero ha dormido en esa mesa, a la
espera de los últimos movimientos, la batalla sangrienta. Y quiero
que despierte de una vez, y que sigamos la partida. Y querría ganar,
ya puestos a elegir, con una sucesión de palabras bellas,
rebuscadas, gentiles y precisas. Y mientras leo a Tolstoi, y hablo de mi
peor yo. Y soy más rival que en toda mi existencia. Y aprieto la
mandíbula.