Confieso que el otro día me metí en El Rincón del Vagowww.rincondelvago.com/para ayudar a mi adolescente.

Ser madre y copiona es como ser madre y camella, pensaréis, y no os faltará razón. Pero una no recuerda todas las figuras de la retórica y tiene que fingir ser lista para que a su quinceañera, que está instalada en esa edad en que su madre puede ser el demonio en un mal día, no se le caiga el monumento.

Situación: “Yo quiero ser llorando el hortelano/de la tierra que ocupas y estercolas”.

O sea, ese poema vibrante que Miguel Hernández le escribió a la muerte de su amigo Ramón Sijé, con quien tanto quería… Yo, muy chulita, se lo recité a la gran Chuki de pe a pa, porque es, junto a “Margarita, está linda la mar, y el viento…” (Rubén Darío) y el “Te me mueres de casta y de sencilla” (Salinas), una trilogía que no he olvidado con el paso de los años. Ahí las monjas lo clavaron,  debo reconocer. Aunque es cierto que con semejante cultura literaria sólo triunfaría en un cementerio, una guardería y un convento de novicias, respectivamente.

Los poetas malditos son mucho más contemporáneos, pero no los retuve y debo hacérmelo mirar. O, en su defecto, irme al rincón del vago para que en tres rápidas pinceladas me repongan las lagunas y pueda triunfar en las barras de los bares de modernos que frecuento. Claro que los modernos de treinta no han leído a Verlaine, a Rimbaud o a Baudelaire. Son más de Belle&Sebastian o de Bill Calahan…

La cuestión es que mi adolescente se sentía muy lejos de Hernández y le costaba entender las imágenes de dolor de esos versos donde la naturaleza hace de las suyas y alcanza una intensidad sobrecogedora. ¿De qué habla el poema, chitina? le pregunté. Y ella, encogiéndose de hombros: “De la tierra, las abejas, las amapolas…”. Y ahí me vine arriba y le expliqué la vida del poeta -esa sí me la sabía- y ella me regaló un mohín de interés que luego convirtió en redacción para el cole. Y habló de la muerte, eso tan lejano cuando aún te las ves con el acné juvenil y los botellones del viernes.

La tarde se nos fue entre paralelismos, anáforas, aliteraciones y sinestesias, mezcladas con Cola-Cao y un Chet Baker bajito que, de cuando en cuando, nos sobresaltaba con una nota aguda de su solo de trompeta. Minichuki, que llevaba tiempo callada, volcada en sus divisiones, soltó una de las suyas: “¿Y esas cosas tan raras de las que habláis voy a tener que aprenderlas yo cuando sea mayor?”. Pensé que cuando ella sea mayor haré del rincón del vago mi oráculo de referencia. Pensé que la cultura es eso que queda cuando uno ha olvidado casi todo, y me propuse hacer una lista de aquello que aprendí en el colegio, o en la universidad…

Por ejemplo, que Luis Rosales, ese otro poeta (falangista, cierto, pero poeta brillante), vivía en la calle Altamirano 34, en Madrid. Y que allí alumbró La Casa Encendida, un libro  del que nos hablaba Pilar Palomo, profesora de literatura en la universidad. Y cada vez que paso delante de ese portal vuelvo a los 20 años, a la facultad de Periodismo y a mis amigas de entonces, que son las de ahora.

Y entoces me doy cuenta de que la cultura es el conocimiento que logras asociar a un sentimiento y se arraiga y nunca muere. Y por eso no lo olvidas… 

Lo demás, la erudición, no me interesa. Eso le contaré otro día a mi querida adolescente, que ahora mismo mete sus libros en la mochila y vuela al cole.

La casa encendida (fragmento)

 
Ahora que estamos juntos
ahora que ha vuelto la inocencia,
y la disposición visceral de estas paredes,
ahora que todo está en la mano,
quiero deciros algo, quiero deciros algo.
El dolor es un largo viaje,
es un largo viaje que nos acerca siempre,
que nos conduce hacia el país donde todos los hombres son iguales,
lo mismo que la palabra de Dios, su acontecer no tiene nacimiento, sino revelación,
lo mismo que la palabra de Dios, nos hace de madera para quemarnos,
lo mismo que la palabra de Dios, corta los pies del rico para igualarnos en su presencia,
y yo quiero deciros que el dolor es un don
porque nadie regresa del dolor y permanece siendo el mismo hombre […]
Ahora que estamos juntos
y siento la saliva clavándome alfileres en la boca,
ahora que estamos juntos
quiero deciros algo,
quiero deciros que el dolor es un largo viaje,
es un largo viaje que nos acerca siempre vayas a donde vayas,
es un largo viaje, con estaciones de regreso,
con estaciones que no volverás nunca a visitar,
donde nos encontramos con personas, improvisadas y casuales, que no han sufrido todavía […]
pero el dolor es la ley de gravedad del alma,
llega a nosotros iluminándonos,
deletreándonos los huesos,
y nos da la insatisfacción que es la fuerza con que el hombre se origina a sí mismo,
y deja en nuestra carne la certidumbre de vivir
como han quedado las rodadas sobre las calles de Pompeya.
Es el miedo al dolor y no el dolor quien suele hacernos pánicos y crueles,
quien socava las almas
como socavan la ribera las orillas del río,
y yo he sentido su calambre desde hace mucho tiempo,
y yo he sentido, desde hace mucho tiempo, que el curso de sus aguas nos arrastra,
nos mueve las raíces sin dejarnos crecer,
y nos empuja, y nos sigue empujando hasta juntarnos
en esta habitación que es ya un rescoldo mío,
en esta habitación en donde las baldosas se levantan un poco
y ya no vuelven a encajar en su sitio
como la tierra removida ya no cabe en su hoyo :
tal vez a nuestro cuerpo le ocurra igual…
De La casa encendida