Pippi Calzaslargas

¿Tú también guardas las servilletas de los bares?

Siempre recuerdo a mi madre un gesto repetido en las cafeterías: coger los sobres de azúcar del café y meterlos en su bolso. De pequeña llegué a pensar que éramos pobres y así contribuía a la despensa familiar. Un sobrecillo aquí, otro allá, pero para cuando dejé de temer por nuestra supervivencia, descubrí que ella nunca aprovechaba esos sobres. Morían en el fondo insondable de su bolso, rotos y desparramados por efecto del roce de las llaves o del monedero.

Imagino que hay un tipo de cleptomanía absurda y pandémica que tiene que ver con lo que guardamos. He conservado durante años las cartas de amor de mi primer novio, adolescente, atadas con un lazo rojo. Aquello tenía mucho sentido. Era detener el tiempo en un instante, mis 17, en el que creí que el amor era tan eterno y perdurable como el azúcar de mamá. Pero junto al mazo de manuscritos tengo, cuidadosamente extendidos en un sobre, un puñado de papelitos con notas que nos pasábamos a escondidas en clase del cole de las monjas (Mater Inmaculata). Lo llamábamos “el correo del zar”, imagino que porque Miguel Strogoff era nuestro Justin Bieber, y tenían la excitación del riesgo de que te pillasen al lanzar la bolita al aire.

¿Por qué no las he tirado? Porque si lo hago mataré de todo mi adolescencia y estaré condenada a guardar facturas, prospectos de medicamentos  o folletos de viajes imposibles. Algo mucho más demoledor.

Sé de un tipo que guardó chapas de botella ocultas en un rincón de su armario. Al parecer tenía frecuentes sarpullidos y su madre terminó pillándole el botín y la explicación: el metal con su mugre le provocaba una alergia salvaje. Él lo suponía, claro, pero prefirió soportar la urticaria a perder su tesoro.

Susan Sontag

El coleccionismo tiene que ver con cierta rebeldía contra la muerte. Me lo dijo una vez Susan Sontag, a quien entrevisté cuando publicó una novela llamada “El amante del volcán”. La recuerdo bajo la cúpula del hotel Palace, con su inseparable mechón blanco y un atuendo ancho y morado que la hacía imponente. No sé que coleccionaba, sí que al hablar con ella fui haciendo un repaso mental de mis cajones para darme cuenta de que jamás había terminado un álbum de cromos. Ni el de Heidi ni el de Pippi Calzaslargas, la absoluta heroína de mi infancia. Entendí que sólo me interesaba aquello que me habían escrito. En cartas, en papelillos o en servilletas y posavasos de los bares.

Mi chuki pequeña es coleccionista profesional y temeraria del absurdo. En una época de su corta infancia se obsesionó con los caballos, y sigilosamente fue extrayendo los de las barajas de cartas, el ajedrez o las figuritas de Murano de su bisabuela. Un día encontramos el botín oculto en una caja, en el último rincón de su estantería. Fue como si la hubiéramos desnudado en público. Cuando me perdonó el outing forzoso, días después, se acercó a mí y me mostró la pelusilla de su cuello, morena y abundante:

-“Mami, creo que estoy a punto de convertirme en un caballo”.

Entendí que guardamos piezas de lo que somos o de lo que quisimos ser, pero sobre todo de lo que ya nunca seremos. Un puzzle que con los años nos ayuda a entender qué hace el azúcar desparramado en el fondo de un bolso.