Había una vez tres muchachitas que entraron en la Academia de
policía…Pero yo las aparte de todo aquello y ahora trabajan para mí.
Yo me llamo…Charlie
“. 

Las chicas de mi generación -modernas, superadas, deliciosamente tardofranquistas- crecimos en la escuela sentimental de “Los Ángeles de Charlie”, donde el hombre era dios. Lo oías pero no lo veías. Le obedecías a ciegas, poniendo en peligro hasta tu vida. Tu aspiración era ser una mujer de acción al servicio profesional de un agente con voz viril y whisky en  mano (era lo único que veías de Charlie, además de alguna maciza en biquini bailándole el agua), no como la generación pringada de tu madre, que estaba al servicio del marido sin cartuchera, glamour ni misterio. Con un tintorro y casera a mucho tirar.

Las chicas de mi generación soñábamos con “ser apartadas de todo aquéllo”, fuera lo que fuera,  con llevar una pistola oculta bajo el pantalón de campana y – lo que más- con tener las curvas peligrosas de Farraw Fawcett (Jill, en la ficción), la inteligencia analítica de Sabrina y el sex appeal contenido y elegante de Kelly. Ser detective privado con una melena lustrosa y a poner caritas a los
hombres justo antes de zarandeardos con una patada feroz en la
entrepierna era posibilista y aspiracional. Pura liberación de género.

Las chicas de la generación de mis hijas crecen en la escuela sentimental del reggaeton. Una academia deluxe y sabrosura  donde los hombres son “papitos” y ellas zorras, mamis o nenas. Lo que dicho así suena tremendo, pero le pones el ritmo machacón y se te dispara la pelvis, empiezas a sudar hasta por las pestañas y sueñas con “perrear”, sea lo que sea esa acción reiterada a la que se te invita en dos de cada tres hits del género.

Majorettes

Si a mí mi madre me hubiera prohibido ver Los Ángeles de… por machista con coartada profesional, le habría montado un pollo y yo aún seguiría buscando a Charlie. Pero vive dios que cada vez que el destino me regala una canción de reggaeton y me pongo a prestar atención a las letras (difícil, el cuerpo se te va y la cabeza se aturde), me dan ganas de censurar esa música diabólica en mi casa. Diréis que soy una exagerada, y tendréis razón. Que, por esa regla de tres,  si uno escucha rap  le da por insultar a su portera, asaltar sucursales bancarias o apuñalar al cabecilla de una banda callejera. Pero confieso que soy muy sensible a los mensajes latinos de sumisión a la mujer. Tan explícitos, tan subliminales en su hormonal descaro. Tan pegajosos y reiterativos.

La nena, zorra o mamita es una princesa “protegida” por el (puto) amo, con perdón. Y no veo a las feministas quemando la FM. Me parece que debo convocar a las chukis a una sesión de análisis de textos para que entiendan que la aparente inocencia de esos temazos oculta una ideología perniciosa para su desarrollo como mujeres libres. Eso que es su madre. Una superviviente de Charlie, de El Pájaro Espino (invitación a seducir a un cura de buen ver que luego te dejará tirada en una playa), del Jardín Prohibido de Sandro Giaccobe (elogio y refutación de los cuernos),   de las majorettes… Asunto este último que ayer salió a colación en una de esas conversacines de altísimo nivel intelectual que frecuento en los escasos ratos libres en los que no me llama Charlie para resolver un caso:

Los ängeles de Charlie

-¿Qué fue de las majorettes? Su destino me parece inquietante. ¿Fueron exterminadas por una glaciación, como los dinosaurios? Recuerda que iban prácticamente en bragas. Con botas, pero en pelotas. (Le susurré ayer a G. en un rincón frontoso del bosque de La Granja, otro hit parade de la excursión familiar de mi generación).
-No sé, el suyo fue un destino incierto. Terminaron animando con pompones a los equipos de baloncesto local (laconica respuesta).
Las majorettes eran ninfas de seducción (mujeres objetos con un palito), como las del reggaetton son zorras del paraíso del piropo degradante. Y sí, como madre me he vuelto puntillosa y los venenos de ayer se me antojan pociones infantiles con colorante rosa, mientras que los de hoy me asustan y sacan la dictadora chunga que llevo dentro. Así que voy a callarme ya, antes de que alguien desenfunde esa lacra que fueron las canciones de José Luis Perales como hito romántico o, aún peor, el maltrato de género que nos metimos en vena, rechifladas, aquellos mediodías de “Dallas”, “Dinastía” o “Falcon Crest”.

Me llamo V y soy una superviviente de “todo aquello”. Confieso que querría apartar a mis hijas de todos los peligros envasados en formatos inocentes que las rodean, pero me temo que es inútil. Su maldición será como la mía. Estar tranquilamente un domingo en brazos de Charlie y, sin venir a cuento, ser asaltada por la inquietud lacerante de qué fue de esas jóvenes en bragas con gran habilidad en la punta de los dedos (¡ay madre, que era una metáfora X!) y unos looks de lycra de la mala que con una chispa las hubieran convertido en ninots ardientes.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí las chicas de mi generación?¿Seguimos buscando a Charlie? ¿Deberíamos pasarnos cuanto antes al reggaetón? ¿Hacer una quema pública del disco que contiene ese temazo de “¿Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti, a qué dedica el tiempo libre?” ¿Dejar de escribir bobabas de madrugada y correr a la ducha? … Demasiadas preguntas para una detective sin melenaza ni glamour.

PD: Atención al tema de Giacobbe. No entiendo cómo mis padres me dejaron ver Falcon Crest y no prohibieron esta canción.