Apenas me dio para ojear mi botín antes de dejarme caer por el precipicio tobogán del sueño: “El punto ciego busca un sentido donde parece no haberlo, en lugares a simple vista invulnerables al sentido, o al menos a un sentido claro -contradicciones, ironías y paradojas irreductibles- persiguiendo de ese modo un conocimiento inédito o incluso una revelación (…)”. Javier Cercas. “El punto ciego“. Literatura Random House.

De nuevo la necesidad de misterio en la literatura. Toda la claridad que precisa la mente para ejecutar las industrias de la vida se nubla y así debe ser entre los brazos de un libro. Anoto en mi cuaderno de bitácora: “Persiste mi desafección a la novela.¿Estado pasajero?”. Mi propia ¿novela? es una desembocadura de río fatigado donde flotan unos troncos  llenos de bichos y verdín que a ratos agito con una rama de palabras vagabundas. “Es la primera vez que me sucede en invierno. En invierto los corazones son frágiles, congelados, y en un mal golpe podrían resquebrajarse. Y sin embargo…”, anoté la otra tarde. Y luego él le dirá, como si tal cosa: “Me gusta leer sin las gafas. Me obliga a hacerlo despacio”. Y a imaginar palabras que no ves, qué gesto tan fecundo, le diría. Pero claro, esas frases que no hilan una conversación ante testigos, pero marcan desafiantes el camino al punto ciego del encuentro. A un cierto punto ciego despoblado de certezas y abierto al pulso del sentimiento más voraz. Y una luna que se muestra con sol, desvergonzada, tan fuera de lugar que rompe la lógica del día. Y alumbra los contornos metálicos de un regalo conmovedor en su delicadeza: una diminuta cajita llena de puntas de pluma, clavos para los ojos: “Escribe, maldita”.

Ayer, un poco antes, fue comida de amigas de la universidad. Mi M. asegura que quiere ser “inducida por los extraterrestres” y lo encuentro muy lógico. La abducción está sobrevalorada. En realidad, la secuencia fue así: un bar próximo a la Iglesia del Cristo de Medinaceli donde un grupo de personas hacía cola con sillas de picnic y carteles con cifras variables, la equivalencia en almas a cada puesto, supusimos. Y cocinaban en plena calle como si estuvieran en el campo y me pareció un acto muy político. Tomar la acera con un banquete de pollos y ensaladas grasientas mientras las beatas se empinaban a catar la melena lustrosa de ese Cristo, lujuriosas sin cuerpo de pecado.

Madrid con sol de invierno es menos descreído, más velazqueña y alegre. La cerveza es el cáliz y las hostias se huelen en las sacristías donde ensayan las salidas de unos pasos de Semana Santa sin ese lucimiento hiperbólico del sur ni la solemnidad del desgarro castellano. Una Pascua sotto voce que es otro punto ciego, bien mirado, para los que gustamos de buscarle a la ciudad los puntos más ajenos e insensibles a su pompa capitalina, pero más próximos al orgasmo.  El punto G de la capital, podría decirse. Y somos un ejército de hormigas que devora los mapas a mordiscos diminutos, y esa instalación bien podría habérsele ocurrido a Damian Hirst. Una vitrina lupa de un tamaño mediano, y dentro el plano algo mojado de la ciudad, arrugado y con minúsculos restos de pollo y de lechuga robados a los moradores de la cola de ayer. Y dos o tres mil obreras laboriosas devorando, con micrófonos instalados en la caja que harán de sus trabajos de mandíbula un rugido insoportable, global, terrorífico.

Lo que me lleva a mi segundo botín, tan codiciado. El libro “¿Qué estás mirando?”, de Will Gompertz. 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos. Perfecto para mi promiscuidad de los últimos meses. Un día me lo haré con Marcel Duchamp, otro con Walter Gropius. Y al pobre David Vann, tan deseado ayer, lo reservo sin ansia para un viaje de tren. Y mi mesilla empieza a ser declarada zona catastrófica, e imagino una avalancha nocturna que es otro punto ciego desde donde arrancar un relato. “Me he dado cuenta de que son objetos que he ido guardando para ti (antes de conocerte, muchas décadas antes)”.  Ese esperar sin conciencia de espera, ese destino.