Desconfíen siempre de un autor de pecios. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la “profundidad”, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con zapatos de charol“. Campo de Retamas. Pecios reunidos. Literatura Randon House.

Al fin ataqué a Rafael Sánchez Ferlosio tras una noche revuelta de pinchazos en las piernas y esa terquedad del “te lo dije” que sucede a la advertencia autoinfligida: “No salgas a correr por la tarde, te provoca insomnio”. A mí me quita el sueño el cuerpo en éxtasis, haber forcejeado con las ganas de detener el trote en la cuesta cruel que sube a la mezquita. Sentir la excitación de que el cerebro mande sobre mis piernas, desnortadas. Y escuchar los latidos de vértigo rumiando que el infarto es la posibilidad de un quiebro loco. Caída fulminante que siempre imagino como a cámara lenta. Sin heridas.

Y entonces, me refugié en ese hombre sabio. Sus brazos correosos de palabras trenzados.  Ni rastro de dulzura, ese bien necesario. “Los que somos llorones sabemos mucho de la extraordinaria superficialidad de las emociones”.

Detesto a los llorones militantes, Rafael. Sospecho de los que nunca lloran. Los contenidos, los desbordados. Los quejicas. La emoción es un grifo regulable a partir de una edad. A veces nunca. Recuerdo a ese cantante mediocre que lloraba en un concurso con la misma presteza que un muñeco al que apretaran un botón.  Hoy ventila obsceno su amor matrimonial con una muñequita fashion que viste mamarracha sin hálito de estilo y se hace selfies con gafas y bolsos que no paga. Y es un espectáculo cursi y vulgar para mentes de horchata. Un ferlosiano vomitaría en sus caras hasta deshacerlas con ácido de burla bien temperada.

Creo en las emociones sordas. Esas que tensan como un hilo invisible las cavidades sacras del estómago. Un clic que pone en guardia y tú no sabes. Pero tira y tira y te impide pensar en otra cosa.  Anoche Minichuki se trepó hasta mi cama. “No sé lo que me pasa, pero algo me pasa“, repetía. Y yo apretaba su cuerpo de potrillo contra el calor del mío, y susurraba “tú no hables, mi niña” hasta que fui notando que su tensión cedía al puro agotamiento, y entonces me di cuenta que estaba más despierta que un río de lava. Y puse Radio Clásica, mi vieja compañera. Y decidí no llorar por vacío y horas muertas. Y nos dieron las 3, como a Sabina.

(Colapso) “El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad”

Huyo de la solemnidad que envuelve lagunas como charcos de bilis sin peces de colores. No hay nada tan solemne como una buena risa. Carcajada. El puro descojone. Y recuerdo a mi U., mi compañero, al que robo sentencias como puños: “Ése es tan bobo que si le dices #hastag te da una hostia porque cree que le estás insultando”. O, ayer, de repente, a voz en grito: “¡Qué ganas tengo de ponerme un vestido de corte de sirena!”. Y entiendo que mi querido U. es ferlosiano, y que estaría bello con un satén muy rojo sobre su cuerpo flaco de Jesucristo pecador, y me alegra su espalda heroica y huesuda a pocos palmos de mi vista. Y esos ratos tan ricos que compensan las horas de trabajo y revolcón con palabras amadas, sumarios, titulares. Y la risa.

Dice mi gran gurú del Pecio que el ojo de la Razón tiene en el fondo un punto ciego por el que entra la noche y siento, ahora sí, el familiar pellizco en el estómago. El puro reconocimiento. El aplauso en silencio. Los héroes del día se curten cada noche. Los libros importantes pasan sin hacer ruido pero te condenan a una digestión larga que a veces se parece al llanto lento. Y es Emoción de la buena. Inteligencia pura que no desprecia al corazón y se hace carne. Y te condena a tirar al vertedero a esos otros obscenos que alguien llamó literatura. Y que es como nombrar delicatessen a una bolsa de Cheetos barbacoa.

P.D. Sobre las consecuencias letales de correr 5 kilómetros a partir de las ocho de la tarde…