Mi primer trabajo como periodista en prácticas fue ir a la estación de servicio de Alberto Aguilera y preguntar a los que repostaban qué les parecía la subida de cinco pesetas del litro de gasolina. Yo llevaba unas bermudas de lino de cuadritos príncipe de Gales y una virginal blusa blanca de algodón abrochada hasta el penúltimo botón. Tendría 21 años y debía parecer más una niña de la Legión de María que una intrépida reportera.

(Las bermudas eran de Zara y me las había comprado para la ocasión. Me parecían el colmo de la elegancia y la oportunidad para una becaria).

Recuerdo con idéntica claridad cómo iba vestida el día que conocí al que luego sería mi marido, qué zapatos bailaron a Aretta Franklin en mi despedida de soltera o aquel jersey de rayas blanquiazules con jeans que llevé a la clínica horas antes de que naciera Minichuki. Un jersey que ha heredado mi adolescente y que cada vez que se lo pone es un viaje dulcísimo al pasado y la prueba de la resistencia de una prenda al galope de la vida.

Hay un día en que te das cuenta del paso del cuerpo que va asociado al paso del tiempo. Y le pones una camiseta, una cazadora motera de asombroso cuero flexible (mi último capricho rebajero) y unas Nike fluorescentes y esa será tu foto memorizada años después. Ayer muy temprano acompañé al tanatorio a mi madre. Una de sus mejores amigas había fallecido después de una penosa enfermedad. Me vino un fogonazo, cuarenta años atrás, en el salón de su casa. Llevo mi uniforme del colegio, también Príncipe de Gales, y nos da un bocadillo para merendar de leche condensada cocida -nunca antes y nunca después he vuelto a tomar esa melaza-. En esa casa quedábamos “para bailar”. El sudor del colegio, los cercos oscuros bajo el pichi y los picos de la camisa asomando en rebeldía por la abertura lateral. Un tomate en la media izquierda al quitarnos los zapatos. El cuerpo palpitando, las células multiplicándose vertiginosamente al ritmo de Grease.

Grease era la película, de modo que  yo tenía 11 años. La infancia era el uniforme arrugado y el suelo de madera mate de aquella casa. El sabor a caramelo del bocadillo. El olor a choto de cuatro o cinco niñas con coletas medio deshechas enfundadas en pichis colegiales. Largos, crecederos.

-¿Qué le parece la subida del precio de la gasolina, señor?
-Una putada, niña. Una putada.

El día que firmé mi primera hipoteca sola fui de negro radical, como mi asustado espíritu. Me acababa de divorciar y era free lance. Elegí para la ocasión unos pantalones anchos y una blazier encajada de hombros. Debía parecer solvente, ahora lo sé. Solvente y triste, porque en aquella sala gris de luces blanquecinas llena de parejas con sus padres y suegros ilusionados ante la expectativa de la firma de su primer piso en común yo era la viva imagen de la desolación. La torre de Colón esquina Génova donde tuvo lugar mi encuentro con el notario me pareció un rascacielos inalcanzable. No sé si era el piso sexto o noveno, pero sí que de la puntera de tafilete fino de mi zapato derecho, negro, plano, asomaba una esquirla de piel que terminé despellejando mientras esperaba el turno.

Nunca en toda mi vida me he sentido tan sola. Ignoro por qué impedí que me acompañaran. Mi foulard era de finos topos azul marino. Seda acrílica. No, no lo conservo, pero sí la mirada compasiva de aquel notario que me leyó con ternura las líneas que me hacían dueña y señora de un matrimonio largo con una entidad bancaria al que he sido leal, por el momento.

El paso del cuerpo es el paso del armario. Las braguitas con los días de la semana de la adolescencia. Las camisetas con tirantes que picaban. El jersey frambuesa de lana que te confiscó la monja del colegio porque no era reglamentario y nunca jamás te devolvió (“robar es pecado, madre Lola…”). Los primeros Levis etiqueta roja, ese botín soñado. La minifalda de pana blanca del verano aún en bicicleta. Los primeros Loboutin (y los segundos) que no me pongo porque ando como una avestruz borracha, pero admiro en su perfecta arquitectura y suavidad. La blusa transparente de ese viaje al Sur que parece tan lejano. Adiós a las camisitas de algodón con cuello bobo. Sepultásteis mi primera juventud, tan virgen y asombrada, mientras el sol achicharraba el asfalto y la gasolina subía cinco pesetas.

La chupa negra, motera. Hoy. Los zapatos de tacón y las botas en todas sus variables. Muchos jeans, nunca hay suficientes para enfundar un cuerpo que se empeña en cambiar y un día te sorprende con una curva nueva, desconocida y hay que asumirla y apuntarla en ese mapara orográfico que eres tú, años después. Los pijamas masculinos. Un vestido negro, dos, ocho… Los chaquetones anchos, tres cuartos, con enormes foulares o cuellos de piel. Los escotes sin pudor y sin carpeta que los cubra.

Cinco pesetas era una subida descomunal. Una putada. Aquel hombre tenía toda la razón y era julio. Un mes vengativo y yo una muchacha feliz en su primera misión. Vestida como para rezar el Ángelus. Qué risa.