Leo que existe el Movimiento Escéptico. Como su nombre indica, son arietes contra los pensamientos mágicos que nos invaden: desde la baba del caracol a la radiestesia de los zahoríes. Se me ocurre que ese nuevo cartesianismo podría romper algunos de los cimientos en los que descansa la nueva fe social. Esa que ha venido a sustituir a la fe celestial en los hogares de clase media donde el cemento de las creencias más o menos irracionales es tan necesario como la barra de pan a la hora de comer.

Y lo dice una escéptica que visita a su bruja de cuando en cuando. Alguien que puede presumir de que ni en los momentos más patéticos de su biografía (unos cuantos) ha llamado de madrugada al programa “La tienda en casa” para encargar un vibrador de ondas electrogamma que diluye la grasa y te evita dos horas de gimnasio semanales.

Entiendo que es más realista seguir a Eduard Punset que a Iker Jiménez, aunque  los dos están hermanados en la sobreactuación. Uno por su acento catalán y sus pelos indómitos que trenzan nudosas Redes (¿de ahí el nombre del programa?). El otro por sus trolas delirantes recitadas con histrión en su Cuarto Milenio. Pero habría que preguntarse por qué si sabemos que son fantasías con forma de avistamiento seguimos agolpándonos de madrugada junto a la radio.

Me temo, queridos escépticos, que el ser humano necesita creer en algo que se escape a la razón. La primacía del pensamiento nos deja en un erial donde hace frío y donde no hay tiendas para refugiarse. Los filósofos son tipos que sufren porque llegan a certezas tan despiadadas que les impiden volver sobre sus pasos. Una revelación es una punzada de cristal en el hígado. Mucho más letal que entregarse a la baba del caracol a la espera de una tersura improbable.

Perder la fe es perder la infancia y sus relatos. Dejar de pedirle a tu padre que te lleve al circo por navidad porque ahora te espantan los payasos. No sé si la ciencia puede llenar ese vacío. No sé si el imperio de la razón da cabida a todos los huérfanos de magia. No me gustan los charlatanes, y sin embargo los encuentro necesarios para garantizar la paz social.

Soy escéptica y el escepticismo a veces me mata. Por eso creo en Susan Miller, en Walter Mercado y en que darte de bruces por la calle con alguien en quien pensabas no es una casualidad, sino un destino. Quiero creer, lo necesito. Y espero que el movimiento escéptico llene su propio vacío con verdades que lleven incorporado un sistema de calefacción. No sé si el mundo está preparado para ver al emperador en pelotas, señores míos.