La Madre. Sorolla

Ayer el Museo Sorolla parecía una residencia de la tercera edad. Ese palacete que el artista levantino rindió al estilo andaluz de La Alhambra estaba lleno de señoras de más de setenta que arrastraban sus cuerpos por las estancias magníficas de una casa que fue y sigue conservando ecos de una familia aparentemente feliz.

No voy a volver a Tolstoi, pero diría que Sorolla amaba profundamente a su familia y que eran felices. Que sentía devoción por su mujer, Clotilde, protagonista absoluta de tantos cuadros. Por  sus tres hijos, Joaquín, Elena y María. Y debilidad por el  primogénito, que entonces, a finales del siglo XIX, contaba con privilegios de estatus que hoy se han perdido. Los techos altos de la casa que fue las afueras de Madrid hace no tanto recogían el eco de la voz de una guía bajita, andrógina y de dicción extraña que explicaba con pasión la historia del pintor que atrapó la luz levantina y el movimiento de los cuerpos agitados por la brisa del mar. El sol y la sal. Esas mujeres bajo las sombrillas, el niño que sale del agua con un caballo o los hombres que faenan son magníficos y producen una extraña sensación de familiaridad colgados en las paredes del hogar que acogió al pintor y a los suyos.

De todos los cuadros, mi favorito se titula La Madre. Muestra una cama blanca con dos cabezas; la de un bebé recién nacido y la de la mujer que acaba de dar a luz. Esa intimidad bestial que sigue al dolor del parto. Dos bultos desfallecidos que acaban de dejar de ser uno y se reparten el breve espacio de un lecho vestido con el calor de una colcha blanca sobre el frufrú de unas sábanas de lino. La distancia precisa para recuperar la identidad. El silencio y cierta neblina que envuelve y levanta un muro denso entre ellos y el que mira. E impone un respeto reverencial, no sea que el bebé despierte y llore. No sea que interrumpas el descanso breve de una madre cuyo cuerpo se acaba de partir por la mitad.

El mejor cuadro siempre es aquel que te deja clavado delante, haciéndote preguntas. Seguro que los expertos en arte tienen sus propios argumentos y elegirían otros de entre las decenas que cuelgan en este mausoleo nada macabro que ayer olía a aligustre recién bañado por la lluvia.

Hoy Minichuki irá al colegio chuleándose de su visita al museo y contando cómo entabló conversación con la guía,  venciendo cierta timidez, y cómo le explicó que la biznieta de Sorolla había ido a su clase hace pocos días a hablarles del pintor, y que por eso estábamos allí. Y cómo muchos de los de la tercera edad sonreían ante esa enana en chándal y uniforme del Real Madrid que se pasó un buen rato buscando su cuadro favorito: “Uno que se inspira en Las Meninas, que no lo encuentro”, explicaba a la guía.

-Sala 1, búscalo allí, guapa. Se llama “Los hijos”. Y la biznieta que fue a tu cole era Fabiola, ¿verdad? Es una mujer encantadora. Y creo que sus antepasados, esos que has visto por aquí, también lo eran.

Todas las casas de familias felices se parecen, querido Tolstoi. Tienen algo optimista que trasciende las paredes. Una luz de mañana con espuma de playa levantina. El sonido de las fuentes. Y toda la fuerza del color, el optimismo que aún guardan los ecos de ese museo de Sorolla al que volveremos muy pronto y en silencio, para no perturbar el sueño de  esa madre y de su hijo.