-Mamá, ¿qué es lo primero que tenemos que hacer cuando nos llamen y nos digan que has muerto?
-Llorar.

Ayer arranqué a mis hijas a dar un paseo de domingo en familia, plan que escasea porque a cierta edad prefieren aprenderse las instrucciones de un mueble de Ikea de los grandes y en versión original  antes que salir con una madre. La mayor, en adelante Teófila Necrófila, parecía inquieta por no estar a la altura con el asunto de los papeleos post mortem: “¿Tienes testamento? ¿Dónde lo guardas? ¿Quieres que te traigamos aquí?” (al pasar junto al Tanatorio de la M-30, donde a punto estuvo de meterse en plan espontánea). Mientras, la Artista Antes llamada Minichuki parecía inquieta por la cantidad a la que ascienden mis (exiguos) ahorros: “¿Más de 50.000 euros? ¿más de 70.000?”.

Entendí que con semejande ganado el día que escriba una novela de las de saga que duelen, no tendré ningún empacho en ponerlas a parir con nombre y apellidos. Nada de “inspirado en hechos reales”. Aquí no habrá polémica alguna, no como la que se ha liado con el libro de Elvira Navarro sobre Adelaida García Morales. Uno de los cotilleos literarios del Otoño que permiten a los intelectuales y adláteres dar rienda suelta a los instintos primarios del ser humano por el chisme sin sentir el bochorno de los del Sálvame.

Poco antes del paseo de mis últimas voluntades leí precisamente el reportaje de Babelia “La ficción también duele”. Algunas voces opinaban sobre los límites de un relato sobre un personaje real. De todas ellas me quedo con la de Carlos Pardo:

“¿El límite (de la literatura) cuando una persona es real? Está en la difamación. Pero eso no lo digo yo, lo dice la Constitución. ¿El limite de la literatura? -vuelve a preguntarse. Está en el talento”.

En realidad, y dado que mis hijas andan haciendo cábalas con mi muerte y sus herencias, me abrogo desde ya el derecho incluso de difamar sobre ellas. De mí misma tal vez me haga un Doris Lessing al estilo de una de sus novelas autobiográficas que glosa mi dios Coetzee en “Las manos de los maestros” (Literatura Random House). “Con una autobiografía intentas reclamar la posesión de tu propia vida”, escribe la sudafricana, y Coetzee esboza su teoría sobre cómo la ficción puede ser tan o más fiel a los hechos que la realidad:

“Lessing siempre ha sido consciente de que las energías que se liberan en la creación poética llevan al escritor a una mayor profundidad que la que se alcanza con el análisis racional”.

A falta de diván, bien vale la escritura. Ayer arranqué la mañana tras una noche en blanco rellenando hojas con el afán de contener mis pensamientos desbocados en una cerca sólida de palabras desnudas. Luego, doblé los folios en cuatro y me los guardé en el bolsillo, satisfecha de haberme ahorrado 70 eurazos de una sesión de autoconocimiento, y sin quitarme el pijama y la bata.

Las palabras son gratis si no se pronuncian. Una vez dichas pueden desencadenar un atormenta o la tercera guerra mundial (que es Donald Trump como candidato a los EEUU, por si no os habíais enterado). Mi amiga S. está preparando su despedida del psicoanálisis con sumo cuidado. Su objetivo es conseguir la carta de libertad sin un tachón, sin un mohín de “usted verá, pero creo que aún no ha culminado la tarea y tiene dos o tres traumas pendientes que ríase de los de Doris Lessing”. Sabe que en cuanto el torrente de palabras fluya tendrá que sortear meandros, recodos estancados y peligrosas corrientes, así que lo mejor sería hablar lo justo, trabajar los silencios, colocar morosamente una rodilla sobre la otra y cambiar la postura varias veces mientras el tictac avanza y el relato languidece.

El límite de la literatura está en el talento. El límite de una confesión está en no forzar al otro a que responda ni interrumpa el monólogo dialogado. Dos voces sin respuesta pueden componer una bella conversación con largos párrafos de silencio. Y es bueno que así sea. Hágase el vacío, fin del ruido. Bárranse los barros y comiéncese de nuevo a construir la cabaña.

Hoy es lunes. Nada malo puede pasarnos.