“Soy consciente de mí mismo  en un día en el que el dolor de ser consciente es, como dice el poeta, languidez, mareo y angustioso afán. Sobra silencio oscuro lívidamente (…) Golpea el corazón un breve trago. Se quiebra una redoma en las alturas, en grandes astillazos de cúpula. Un lienzo nuevo de mala lluvia agrede el ruido del suelo”.  Fernando Pessoa. Libro del desasosiego. Acantilado.

De cuando en cuando, me asalta un impulso desesperado de volver a Lisboa. Entonces me levanto, cojo un libro de Pessoa y leo unas líneas hasta que se me pasa. Esta mañana, sin embargo, el Libro del desasosiego no me calma y me sorprendo buscando vuelos para escapar rigth now. Esa fantasía recurrente de coger un taxi al aeropuerto, sin previsión ni equipaje, y subirme al primer avión que me lleve a esa ciudad tan amada.

Lisboa es un estado de ánimo. Un canto de sirena tan magnético que si no obedezco estoy condenada a escuchar sus notas como ruido de fondo dos o tres días. Y ahí no hay salvación/Pessoa que valga. Necesito pisar sus adoquines decorados, devanar una conversación muy tonta en un café al son de la cucharilla que danza sobre el bies de la taza de porcelana. Templar mi ánimo en la subida al Barrio Alto y enmudecer una noche de fados en un local de Alfama a donde no llega el turismo sino esos lisboetas enamorados de la guitarra portuguesa y el lamento.

Quiero ir, necesito marchar ya. Y creo que la culpa la tienen los titulares que leo nada más salir de una noche de tinieblas. Todas las noticias son funestas y los cronistas, desesperados, aturdidos, se relamen de gusto con los detalles del monstruo shaolín, muy cerca del relato de los niños que van al cole sin merienda porque en casa ya no hay.

Las pensiones se auguran más bajas. Seremos unos viejos miserables. Locas de gatos que deambulan por las aceras contemplando el trasiego de corruptos que se apresuran a pagar fianzas millonarias para retrasar su noche de jergón y barrotes sin estrellas.

Lisboa, para mí, es un reducto de paz. El ruido de mis pasos, la vista en el mar subida a la Torre de Belén. El batir de las olas, el gemido de las cadenas. Las tiendas pequeñitas, las librerías en penumbra, el castillo de San Jorge y el olor a primavera pasada por tranvía.

Juro que si pudiera hoy me subiría a su grupa lisboeta, borracha de dolor y ansiosa de fe.

“Nuestra vida no tenía adentros. Estábamos fuera y éramos otros. Nos desconocíamos como si hubíeramos aparecido a nuestras almas después de un viaje a través de los sueños”. (Más Pessoa, a ver si hace magia y me lleva allá en volandas)