Ayer me propuse un día de encierro voluntario y me tragué la llave de mi casa para evitar tentaciones. Después encendí el ordenador; había muerto Fidel Castro (en realidad llevaba años desactivado, la noticia parecía sacada del NODO; las reacciones, previsibles y encorsetadas como thriller de domingo a la hora de la siesta). Enseguida cliqué el Scrivener, programa de novela que con mucho esfuerzo había conseguido instalarme y comprender y por supuesto no funcionó. También había muerto, o moraba en un más allá al que no me estaba permitido acceder con todas las claves de mi registro legal (como soy tecnolerda no pirateo por miedo a que me pillen).
Entré en pánico: sin duda se había perdido todo el texto de varios meses y los cajones en los que logré introducir su contenido clasificado en capítulos, escenas, personajes, trama...etc.
Dos horas de pelea contra los elementos me dejaron exhausta. Furiosa y pasto de cualquier líder populista que me hubiera gritado “a las barricadas”.
Luego un informático que no me conocía de nada acudió en mi auxilio: “Nos vemos en una hora en el Starbucks de Serrano”.  Vomité la llave, me quité el pijama y abandoné mis planes anacoretas para desafiar una ciudad bajo la lluvia con cara de pocos amigos.
El informático era muy amable, tenía una mirada azul apacible y barba de profeta. Y con unos pases mágicos, como esos prestidigitadores de magia de cerca que te hacen ver que todo está tirado, me resolvió el incendio y se fumó un puro fidelino (metafórico, de esos que no huelen).
Pensé que el mundo puede seguir rodando sin Fidel, pero todo hombre y toda mujer necesita en la familia un informático, un médico y un abogado. Y que la religión ha muerto porque no puede rescatarte una historia del más allá por mucho que reces a San Antonio, mientras que un informático sí puede.
“Todo lo que está encriptado es accesible”, proclamó sin pompa. Los informáticos siempre dejamos una puerta de atrás en los programas”.

Fidel Castro

(Los dioses sin embargo sólo se cuelan por la puerta de la desesperación, y con dificultades). Pero nadie se confiesa con el informático, y sí con el sacerdote.
Claro que el informático no lo necesita. Conoce tus pecados mientras los estás cometiendo. Es el ojo que todo lo ve. Fisga (o puede fisgar) si se lo propone tus claves secretas, las páginas web que visitas, las conversaciones encendidas con novios, amigos y amantes. Las compras furtivas. Los planes de fuga con vuelos de avión a precios imbatibles. Tus series de ficción para espantar la realidad. Tus devaneos…

Y su oráculo bien vale un té Roibos en un sábado húmedo y desapacible: “Todas las fotos que guardamos en el ordenador, en disco duro, pueden desaparecer de un plumazo. Incluso las que imprimes en papel tienen sus días contados; las tintas son volátiles”.
Los Eames

O sea, que nunca hemos sido tan frágiles ni hemos estado tan vigilados. Pero vivimos con ese espejismo de omnipotencia y privacidad  que nos regalan las teclas de un teléfono o de un ordenador. Y nuestro rastro es indeleble, no como el pecado original con el bautismo. Por ejemplo, yo misma , desde que hace una semanas compré una silla de diseño estoy siendo bombardeada por tantas webs de sillas que me han hecho aborrecer a los Eames. Menos mal que no me dio por el porno o las armas de destrucción masiva.
Lo dejo ya, debo volver a mi escritura. Con esa gratitud impagable hacia ese hombre que no sólo me ha devuelto muchas horas de trabajo sino dos vidas a medio gestionar con diálogos diabólicos que no habría sabido reproducir ni puesta de absenta y flaquezas que no alivia ningún confesionario, además de un secreto tenebroso que alguien tendrá que resolver.

Y ese alguien, ahora lo tengo claro, va a ser un informático.