El informático tenía cara de comadreja. Una mirada dos metros por delante de la media, pelo largo y ralo recogido con una coleta, hombros caídos y andares de pingüino.

Lo había llamado porque hice la lista de profesionales que necesitaba con urgencia en mi vida: un fontanero, un antenista, un ¿reparador de teléfonos?, un electricista, un carpintero, un policía, un agente de banca… Creo que con tantos gremios podría construir una catedral, al estilo de Los Pilares de la Tierra pero sin ayuda de Ken Follet.

La cosa es que la comadreja entró husmeando mi salón. “¿Dónde está la máquina?”. Le entregué el portátil con la solemnidad del que entrega su vida. El tipo le abrió las tripas, vio la mancha de chamusquina, torció el morrillo y, sin dejar de mirar detalles del salón, sentenció: “esto no tiene arreglo”.

Últimamente los desastres de mi vida no tienen arreglo. Si llamo a profesionales es porque con su diagnóstico certero logro poner un aspa a los asuntos pendientes y pasar a otra cosa. Lo que no impide que me moleste que un tipo con rasgos de animal astuto y taimado dedique más minutos a escudriñar mis fotos, mis libros y mis CDs que a reparar mi vida. “Ahora es cuando me viola y no se entera ni el Tato”, pensé, mientras el tiparraco extendía una factura de 30 euros por nada.

-Ya le expliqué que estaba quemado, y la señorita que me cogió el teléfono aseguró que eso también podía arreglarse.
-Las telefonistas no entienden de ordenadores.
-No, entienden de timos con coartada.

Mi ordenador ha muerto. Y con él una parte de mi vida que ya no voy a recuperar. Fotos, relatos, arranques de historias, búsquedas de información y ejercicios de las chukis. Comadreja se ofreció a rescatármelos al módico precio de 200 euros, a lo que respondí que “verdes las han segado“, que no sé muy bien qué quiere decir pero que me pareció adecuado en el momento.

Así que hoy procedo al sepelio de la memoria, el muerto al hoyo, y a llamar a un policía que espero no llegue contrahecho y me quiera detener por algún motivo que todavía desconozco. La vida de la mujer desoficiada, en ocasiones, es trepidante. Que se lo digan a Jessica Lang y al cartero ése que siempre llamaba dos veces.