Y un día, como si tal cosa, llegas imbuida de oxígeno bajo la lluvia, te sacudes el agua y el barro
de las botas y un impulso desconectado de todo pensamiento o propósito te lleva derecha a Stefan Zweig. (¿cuánto tiempo ha pasado desde nuestra última cita, casi infidelidad. Diría yo). “Así, el día de mi cincuenta cumpleaños en el fondo de mi corazón sólo albergaba un deseo perverso: que sucediese algo capaz de arrancarme otra vez de aquella seguridad y aquellas comodidades y que me obligase ya no tan sólo a seguir sino a empezar de cero”. (El mundo de ayer. Pag 450. Ed Acantilado. Confesión que subrayé entonces, mucho antes de cumplir cincuenta (yo).

Y exactamente a los 50 me sucedió. Y hermanarme -vaya desfachatez- con Zweig en el gozo inquieto de los comienzos me lo hace ver bajo otro prisma. El que se concede al oráculo, la palpitación de tener algo en común con uno de los escritores por los que regresaría al pasado, a esos años convulsos que se parecen a estos si rascas el espeso barniz que los emboza.

Edificar una vida nueva, Sísifo sin angustia (corte de mangas al nihilismo, contraplano selfie). Yo tenía en torno a los 45 y ninguna sensación evidente de eso que llaman crisis. Stefan me deslumbraba como diseccionador quirúrgico y poético de una Historia que encerraba mil relatos pequeños como esquirlas que desde lo anecdótico exigían punzantes su orgullosa condición de parábola. Las tallaba con un puñado de palabras y un sentimiento desposeído de niebla o de barrillo. Y estar cómoda entonces era lo que me impulsaba a cambiar de ruta. Como si presintiese que el moho se apodera de la respiración si nadie agita el charco. Y sin embargo un leve soplo de aire podía desencadenar la tempestad. O así me lo parecía entonces y me lo sigue pareciendo ahora. (De Ítaca sólo elcamino, la meta es lo de menos).

Me aburre repetir. La repetición sin embargo es un bálsamo, la base de toda sinfonía. El mundo de hoy, Herr Zweig, me provoca un recelo que se parece al miedo si pasa por las noticias que abren los telediarios. Hay un apocalipsis bajo las crónicas de unos y de otros, y cada vez con mayor contumacia me abrazo a los olivos y nogales y entiendo que eso que
llamamos la cultura nos salva del abismo. Hay seres medianos guiando nuestros barcos.

Hay compañeros de cama que aprovechan que el otro duerme para colarle un aspid bajo la almohada. Hay frases mal hiladas, disonancias y mucha gerunditis disfrazada de sermones sin montaña. ¿Dónde habitan los héroes, qué hacen tan callados? (a las heroínas tampoco las percibo, ya me temo).

(Hay egos hipertróficos bajo mentes muy débiles. Diabólica desproporción, canon del susto).

Hace pocos días en el Museo del Prado, un martes de esos bobos, visita para pocos a la hora de cierre de turistas.  Apenas cuatro cuadros con mi querido J., amante del embrujo de los libros, la música y el arte. El Bosco, Velázquez, Tiziano, RafaelStefan zweig Pero delante de “El descendimiento” de Van der Weyden sucedió. Las figuras, lo juro, amenazaban con salirse fugitivas del lienzo, el lapislázuli del cuerpo de la Virgen podía habernos cubierto azul y vigoroso y hacernos prisioneros del retablo. El mensaje para analfabetos de la época me pareció sumamente apropiado para esta, silencio y sentimiento (llamen a la razón, debe imponerse, llamen!).
La falta de criterio. De eso nos moriremos. Lánguidos y silentes como ese Cristo desmadejado en descenso de la cruz, las luces del museo a punto de apagarse. Y esa sensación poderosa de pertenecer a otro lugar y a veces a otro tiempo. Y de encontrar el consuelo en los comienzos. Y
destrozar sin pena los  puzzles de mil piezas, y volver a empezar sin desaliento.

(Si fuera Stefan Zweig terminaría como él remató un párrafo, espejo de su ser: “Y ese poder, obediente,
levantó la mano para aplastar mi vida hasta en sus últimos fundamentos y para obligarme aedificar una nueva, del todo diferente, más ardua y difícil, desde los cimientos y a partir de las ruinas”).