Me acuerdo de cuando no existía la red social y los exhibicionistas eran esos tipos que se abrían la gabardina a la salida del colegio. 

Ahora, en la red existe un grupo de nostálgicos -¿rescatadores?- llamado “Me acuerdo”, al que he sido invitada, y reconozco que me gusta reconocerme en algunas de esas nostalgias concentradas en unas pocas líneas. Exhibicionismo del más allá. Sin sexo, sin sobresalto.

Me acuerdo de cuando tu madre te llamaba a gritos desde la ventana para que subieras de la calle, donde llevabas tres, cuatro o cinco horas sin vigilancia. Los padres de hoy nos quedamos a pie de parque y a pocos metros de nuestros hijos, con una cuerda invisible para detectar sus movimientos, si se caen del tobogán o se les acerca un pederasta.

Me acuerdo de cuando no existía en nuestro vocabulario habitual la palabra “pederasta”. Pero sí “exhibicionista”. Hoy, los primeros rondan nuestras pesadillas y se han hecho un hueco fijo en los telediarios, y los segundos somos nosotros, los que volcamos en Facebook, en YouTube, en Tuitter, nuestras neuras y pensamientos pret a porter. Y no es pecado porque el Papa Benedicto XVI acaba de hacerse tuitero por la gracia de dios. Para mantener e incrementar su parroquia. O sea, como todos.

Me acuerdo de cuando existía el Infierno, ese sitio oscuro y subterráneo a donde iría tu alma ponzoñosa si insultabas a tus hermanos. Y cuando de repente, un día, el Papa decidió que era mentira y que en realidad el infierno es eso que llevas tú dentro y que te quema y te retuerce. O sea, que infierno era igual a desazón. Pero desazón, desde luego, es una palabra para mayores con reparos que suele entrar en tu vida a la vez que otras como éxtasis, maledicencia o sincretismo.

Me acuerdo, ya de paso, de la profesora que logró que no pusiera faltas de ortografía; de la que olía a tabaco cuando se acercaba a corregirte un examen y aquello te parecía una deliciosa transgresión entre los muros del colegio de monjas. Me acuerdo, sí, del día que conjugué transgredir en primera persona del presente, e hice mis primeras pellas temblorosas en el mismo parque donde ahora corro por las mañanas. Una transgresión como otra cualquiera que, lejos de hacerme disfrutar, me mantuvo en tensión vigilante aquellas dos horas eternas hasta que dieron las cinco y media y volví a casa, me acuerdo, aterrada por si habían llamado a mi madre pidiendo una explicación por mi ausencia.

Y como veo que la inmersión en la nostalgia es adictiva, lo dejo ya. No sin antes recordar, como una secuencia envuelta en vahos, el día exacto en el que decidí que el presente sería mi religión, y las palabras mi destino. Y así fueron pasando los años y cada vez que soplaba, que soplo, las velas, siento que no volvería un paso atrás. Y que los ejercicios de retorno al pasado se los dejo a la ficción. Y que es una lástima que el hombre de la gabardina haya sido engullido por la red. Era casi inocente, ahora lo entiendo. Un pobre diablo espantaniñas.

Lo éramos todos. De eso estoy segura.