Robert Redford.El Gran Gatsby

“Gatsby creía en el fastuoso futuro que año tras año retrocede ante
nosotros. Aunque en este momento nos evite, no importa… Mañana
correremos más rápido, estiraremos más los brazos… Y así seguimos, luchando como barcos contra la corriente,
atraídos incesantemente hacia el pasado”. Scott Fitzgerald- El Gran Gatsby

 En mi cándida adolescencia me enamoré de Gatsby. Eso me convierte en una persona vulgar, desde luego. Ninguna mujer que haya leído la novela o que haya visto la película con Robert Redford como protagonista, habrá podido sustraerse del magnetismo de ese enigmático millonario incapaz de poseer lo único que ama. Eternamente insatisfecho en su mansión donde siempre es fiesta y donde busca la soledad entre una muchedumbre de ricos despreocupados.

La figura del fisgón que observa al vecino es un tanto inspiradora. La envidia, el motor que desencadena historias geniales como el Ripley de Patricia Highsmith o Sabrina Fair de Samuel Taylor. El deseo de vivir las vidas de otros, aunque quien observa al fisgón y a los que fisga -el lector, el espectador- se dé cuenta de inmediato de la podredumbre y la infelicidad que habitan bajo los frufrús de seda de las damas y las levitas almidonadas de los caballeros.

Sabrina

(No es oro todo lo que reluce).

Recuerdo haber amado a Gatsby y a los Larrabee, subida a un árbol mientras escuchaba a una orquesta imaginaria que cesaba cuando mi madre apagaba la luz de mi habitación. De aquellos ricos de ficción me fascinaba su ligereza, esa aparente liviandad con la que soportaban el peso de su sofisticación. La sospecha de que bajo las rayas perfectas de sus peinados dormía un volcán a punto de entrar en erupción. 

Desde entonces, desde siempre, imagino a los millonarios como seres atormentados con el vestidor lleno de camisas con iniciales bordadas. Y no siento envidia de su dinero sino de esa levedad de sus gestos a la hora de calzarse una chaqueta o acomodarse en el asiento business de un avión. Naturalmente, eso elimina de mi target a los que poseen dinero pero no clase. La elegancia de talonario no es elegancia, sino disfraz. 

Amo a Gatsby y llevo un año esperando/temiendo el estreno de esta nueva versión protagonizada por Leo di Caprio. Con todos mis respetos, no creo que dé la talla. A di Caprio sigo imaginándolo como el hermano retrasado de ¿A quién ama Gilbert Grape?, película fantástica en la que me enamoré de Johnny Deep, para desenamorarme enseguida, cuando se convirtió en un mujereta plagado de tics de “soy-intenso-y-tú-lo-sabes, nena” y se enganchó a Vanessa Paradis para desfilar por las alfombras rojas. 

Di Caprio luego fue el ahogado de Titanic, ese golfillo de la tercera clase que mira y envidia a los de la primera -de nuevo la figura del fisgón- en Titanic. Película llena de excesos cuya banda sonora ha envejecido fatal pese a que a mi adolescente le parece el epítome del amor total (yo le digo que ni se le ocurra probar a abrazarse a un tipejillo en la proa de un trasatlántico, que los carga el diablo y que eso no es amor, sino acrobacia).

A lo que voy. Leo nunca podrá ser como mi Robert. Tan elegante, tan perfecto y expresivo en cada leve gesto. Tan Gatsby. Y mucho me temo que cuando flote en la piscina aplaudiré porque se lo ha buscado. No se puede pasar de la rama del árbol a la fiesta sin haber muerto antes y resucitado entre las líneas perfectas de una novela de Fitzgerald.   
  

Su corazón se hallaba en constante y turbulenta agitación, temperamento
creador, tenía un don para saber esperar y, sobre todo, una romántica
presteza; era la suya una de esas raras sonrisas, con una calidad de
eterna confianza, de esas que en toda la vida no se encuentran más que
cuatro o cinco veces.