Últimamente el fútbol es mi vida. Cada noche trato inútilmente de escuchar en la radio algo que no sean esas crónicas enardecidas y de raquítica sintaxis en torno a un balón, pero no lo consigo. Al parecer han concentrado los partidos porque “en junio toca Mundial” -me explica D. por segunda vez, convencido de que no retengo-  y tengo una extraña sensación de perpetuo deja vu donde si hoy es martes, esto es la Champions. O como se llame.

Ayer, U. preguntaba a gritos en la redacción si el Mundial es lo mismo que la Copa del Mundo. “Esa es una pregunta muy mariquita”, respondió alguien. Los gays, al parecer y salvando la falta de rigor de toda generalización, prefieren otros deportes en los que, cito textual, “haya chulazos haciendo algo sugerente con el cuerpo”. A mí los futbolistas nunca me han gustado porque una vez que salen del vestuario se quedan en nada y no tienen un discurso muy allá. Como los toreros sin el traje de luces.

Pero hay una cita futbolera que no me pierdo por nada del mundo. Los partidos de Minichuki de los sábados. Allá vamos toda la familia que fue nuclear a animar a nuestra heroína. Única niña en medio de bigardos que la sacan cabeza y media en muchos casos. El ritual empieza en casa con mi hija vistiéndose para la gesta, concentrada en sus espinilleras y pidiéndome que le haga la coleta. Luego su padre nos recoge y salimos rumbo al extrarradio madrileño -nos tocan unos barrios que están fuera del mapa- para encontrarnos con los protagonistas de este post: los otros padres.

La cla habitual: seis o siete padres y dos o tres madres. Algún hermano de rebote (mi adolescente es fan), pipas de calabaza o pipas Facundo (sí, las de “siento dejar este mundo”) y un entrenador con sangre de horchata que hace lo que puede para mantener el ardor guerrero de un equipo perdedor. De entre los padres hay uno que suele vestir de futbolista o de corredor de media marathón, imagino que para ambientarse. Yo lo llamo el “segundo entrenador”, tal es su recital de gritos, instrucciones o desvaríos tan apasionados que se diría que en el campo se juega a vida o muerte. “Venga, que no sois agresivos, atacad! o ¡Estamos hundidos, estamos hundidos!” son dos de sus hits. El hombre sufre como un condenado, ya que nos suelen meter un mínimo de ocho goles por partido, se cabrea como un mono y a mí me da la la risa.  Al principio me miraba de reojo, un poco mosca, pero con el paso de las semanas hemos establecido un caudal de mutua simpatía. Y ya no me regaña por decir ¡muy bien, chicos! cuando no lo han hecho muy bien, como al principio.

Además, el segundo entrenador adora a mi hija. “A Clara, pásaselo a Clara, que está sola”, grita a menudo. O “Respira, cariño, respira tranquila”, le susurra cuando ella se nos acerca por la banda, congestionada de tanta carrera y apretando los dientes. Y entonces el segundo entrenador me parece un bruto tierno. Un hombre entregado a una causa con todo su corazón y sus pulmones.

Yo misma en el fútbol

Con el paso de los días, los partidos, el frío o el sol, me he dado cuenta de que busco instintivamente su compañía en la grada o en los patios de colegio. Las madres no dan tanto juego. Una, la sufridora, suele darse la vuelta para no mirar cuando atacan nuestra portería, de manera que se pasa de espaldas todo el partido. A otra el fútbol la excita tanto como el canto gregoriano. Y yo, que detesto el fútbol, experimento una transformación que ríete de la del doctor Jeckyll a Mr Hyde. Grito, suspiro, me desmeleno, salto y acumulo una tensión en el estómago que me deja baldada al final de cada encuentro. Como si un ejército de hormigas se hubieran bebido mis jugos gástricos y mi sangre.

-¿Hija, se me oye cuando grito?
-Mami, sólo se te oye a ti, te lo aseguro.

Cada semana espero mi cita con ansia de  debutante en su primer baile. El momento de hacerle la coleta a Minichuki. La llamada de su padre: “bajad, que ya he llegado”. Las pipas. Las miradas complices con mi adolescente. El saludo al segundo entrenador. El enésimo patio del enésimo colegio, tan iguales. La hora y media en pie. El frío, el calor. Y ese reguero de pasión que es desgañitarme por mi hija y sus compañeros que se dejan el resuello delante de un balón y son mis héroes.  “Vamos, chitina, vamos”, vocifero. Y mi amigo el padre gritón me hace la ola, convencido de que no somos tan distintos. Y me sonríe al despedirnos, “nos vemos el sábado, buena semana”.