Punto de partida: detesto las etiquetas estilo “literatura femenina” o “cine de autora”. Sospecho de las feministas furibundas que eliminan de entrada la casilla de los hombres o les hacen bailar al son que ellas tocan para probar que son aptos. Las listas paritarias sólo me parecen bien si ellas valen tanto como ellos. Me aburren los discursos donde se especifican ambos géneros “compañeros y compañeras”, una y otra vez, para evitar reacciones susceptibles y no violar la sagrada corrección política. Aún veo a mi alrededor mujeres que no dudan en sacar sus armas más torticeras para ganar la partida saltándose algunas casillas del tablero y yo misma he puesto cara de pena para que en una gasolinera el empleado me pusiera las cadenas en una noche de ventisca y terror a bajo cero.

Vivo rodeada de mujeres. Mis mejores amigos son amigas y a veces creo ser el hombre de mi vida. Nunca he sufrido humillaciones laborales por mi sexo ni me han pagado menos que a ellos (o eso creo, así que si alguien tiene pruebas de lo contrario, que calle para siempre). Secretamente siempre me ha parecido que ser mujer era un manera más compleja, más orgánica de estar en el mundo. A mis chukis las he educado sin clichés conscientes, pero seguimos llamando a los viernes alternos “la noche de las chicas” (como si hubiera otra) y nos chutamos una comedia romántica tipo “Sabrina” con su pizza y sus refrescos y nos vamos a la cama tan felices soñando ser Audry y viajar a París y no resignarnos a ver las fiestas ajenas subidas en un arbol.

Conozco a muchos hombres sensibles que no se acercan a nosotras desde el poder y la vanagloria y mujeres implacables que no dan un paso si no es al frente y con puntera de acero.  Hablo con padres que levitan de placer una mañana de domingo en que se han llevado a sus hijos a desayunar tortitas con nata. Veo maridos que recogen a sus mujeres tras un viaje después de veinte años de matrimonio y me parece bonito. Me gusta trabajar en grupos mixtos, no los gallineros unisex, y nada me parece más sexy que una mujer con la parte de arriba de un pijama de hombre (Y ahora pienso en “Descalzos por el parque” y en Jane Fonda vestida de Robert Redford, otro de nuestros hits de los viernes).

A estas alturas de la vida aún no distingo el signo genético masculino del femenino, lo que me crea algunos problemas a la hora de entrar al baño de esos bares modernos donde la ambigüedad es tendencia. Amo los zapatos de tacón y me río cuando mi querida A. me regaña por someterme a esa tortura como una mamarracha pret a porter. Y me declaro heterosexual porque hasta la fecha mis parejas han sido hombres, no como un acto de reafirmación radical.

Lo dejo ya, que la vehemencia me pierde. Y dedico este día de la mujer trabajadora a las mujeres que trabajan por la integración de los hombres en sus mundos. A las que aún tienen un jefe casposo que les mira el culo antes de despedirlas. A las que viven en una incertidumbre permanente porque no encuentran lo que son, a las que soportan madres que les compran mochilas rosas desde que nacieron, a las que nunca han jugado con camiones y soldados porque se han perdido la mitad de las opciones. A las que siguen con maridos que detestan porque dependen de ellos. A las que meten tripa follando porque se sienten inseguras de su cuerpo (perdóneseme la vulgaridad).

A las que piensan que, por encima de todo, ser mujer es sólo fruto del azar. Y que los hombres son cómplices y compañeros de vida, no un espectro incómodo al otro lado de la cama.