Mientras escribo estas líneas, Merkel y Sarkozy se disponen a reinventar Europa.

Si no fuera porque entiendo que somos unos ingenuos que nos creímos europeos de primera, diría que el gesto franco alemán es de una arrogancia tan ofensiva que dan ganas de invadir los Pirineos con una División Azul de pacíficos del 15-M. ¿Quién se creen estos señores para reconstruir Europa según su criterio? Creo que se han pasado de partidas del Risk mientras los demás nos quedábamos en casa viendo en familia el festival de Eurovisión.

Entre las amenazas más apocalípticas está la de la quiebra y desaparición del euro. La señora y el pequeño arrogante quieren meternos el miedo en el cuerpo. Y sí, sólo de imaginarme cambiando moneda antes de cada viaje me entran temblores. ¡Con el gusto que da no sentir el roce áspero de las fronteras en cuanto aterriza el avión!

Pertenezco a ese grupo de ingenuos que cuando entramos en la todopoderosa Unión Europea prepararon una fiesta con globos y confetti. De esos infelices que se lanzaron a los cajeros a comprobar cómo eran aquellos euros brillantes y que al acariciarlos con la yema de los dedos nos sentimos más fuertes, más modernos.

Pero parece que todo era un préstamo temporal. Porque teniendo la misma moneda que un francés o un alemán, las de ellos llevan un plus de superioridad, de grandeur, un tanque desplegado en la explanada de la puerta de Brandemburgo. A nosotros, a mucho tirar, nos coloca en el callejón de San Ginés, ese lugar tan cañí donde te ponen churros con chocolate y sientes que suena una música de organillo.

Sí, es lunes y estoy indignada. Si hay que reinventarse Europa quisiera que nos llamaran a capítulo, no que Merkozy se disponga a representar una función de teatro rimbombante y que los demás tengamos que aplaudir desde el gallinero. No sé si a esto se le puede llamar sarpullido de patriotismo o sólo orgullo de casta. Pero si Europa es la madre me resisto a que sea la madrastra.

Hoy el lunes, digo, y tengo síndrome de Cenicienta. Lo que creí que eran caballos blancos, una carroza de oro y un príncipe se han quedado en ratones con calabaza. Y me temo que no he perdido el zapato para que el cuento tenga un final feliz.