En el cementerio busco a mis hermanos, instintivamente, entre la nube de familia y adláteres que presentan sus respetos a mi tío. Ellos hacen lo mismo. De repente estamos los cuatro, como en una isla sin mar, el pequeño enlazándome por la cintura, yo estrangulándole el cuello, todos sonrientes, y mi madre aprovecha para robarnos una foto con su teléfono antepenúltima generación.

-Pero mamá, ¿qué haces?, espeta I.
-Para una vez que tengo a mano el móvil y localizo la cámara…

Detrás la capilla, arriba las chimeneas del horno crematorio. Coronas de flores que no huelen. Coches relucientes color ala de cuervo. Ancianos con bastón que ayer corrían a regañarte porque te peleabas con tus primos. El hule en la camilla, olor a naftalina en aquel baño.

La muerte tiene el magnetismo de lo que desaparece ante tus ojos. Es un truco de magia sin trampa ni cartón, definitivo. Una cortina rosa palo, de raso sintético y ajado, ha devorado el ataúd hace unos minutos y se ha llevado el rastro de un cuerpo exhausto tras un día expuesto a las miradas de escrutinio triste de unos y otros. Desfile y condolencias.

Mírala qué guapa. Yo misma la he vestido y maquillado…“, me dijo su cuidadora, una mujer gallega de acento cerrado y porte contundente. “Sí..” murmuro delante del cristal, poco convencida.

-Le pinté los labios pero se los han borrado.
-¿Quién, los de la funeraria? ¿Por qué?.
-No sé, era un color discreto, no se vaya a pensar.

(No pienso nada. A mí me gustaría que me los pintaran rojo vivo, flamígero y militante. Así lo haré constar en mis últimas voluntades. El que no quiera mirar, que no mire. Mi tía era elegante, bellísima de joven y en su frutal madurez. Sarcástica y artista. Siembre erguida. Ojos verde esmeralda. Hablaba varias lenguas, viajó por todo el mundo y traía esa estela añeja de las divas de ayer envueltas en turbantes esponjosos. Baúles de madera y todo lo mundano que en mi casa no entraba: Maquillaje, tacones, pieles o perfume).

La familia. Cosa curiosa y complicada“, glosaba anoche Josep Pla, con insultantes 21 años para una prosa tan viva y ese Cuaderno Gris al que al fin doy bola. La muerte reúne a las familias dispersas, lo mismo que el amor avaricioso. Bodas, bautizos y comuniones sirven para eso. El tanatorio es una fiesta, bien entendido. Tu prima tiene una hija que ya piensa en casarse.¡ Ohhhhhh! exclamamos todos, como si de pronto tomáramos conciencia del paso de los años, de que ya no somos niños pidiendo la merienda en casa de la abuela. Años setenta.

Mi padre huye, como siempre. Se ha levantado a las 5 de la mañana, ha corrido 500 kilómetros para dar el pésame y cariño y ya se quiere marchar, cumplido el objetivo. Como esos que suben los ochomiles y nada más hacer cumbre emprenden el regreso. Yo siempre he pensado que si llegara arriba, a algún arriba, sacaría la cesta con un picnic y copas de cristal relucientes y me tomaría un tiempo de gozo entre las nubes. Pero en mi familia somos más de correr, besar santo y salir pitando. Los yernos siempre se quejaron de que el aperitivo era una yinkana. Las comidas son de marica el último y ensaladilla rusa. Las sobremesas, un jolgorio febril donde hay que forcejear para meter baza.

Recordar es un privilegio, querido Josep Pla. Somos lo que vivimos pasado por pulsión de porvenir. Mi tía empezó a dejar de ser hará diez años. Repetía lo mismo, olvidaba despúes. Un día fue consciente del olvido, y luego cayó un velo cada vez más oscuro. Se fueron borrando las imágenes, los nombres, el sentido. Descerrajaron veneno en su cerebro, nublaron su ayer y su mañana. No sé si eso es vivir, no lo querría.

Ayer, en el cementerio, mis hermanos y yo, tan como siempre. Nos buscamos sin haberlo pretendido, urgidos ante el truco de la muerte. Hicimos fortaleza delante de ese campo de nichos y de tumbas. Mi madre entendió que era el momento. Y sacó su teléfono y ahí estamos. Riendo como siempre, tan contentos. Labios rojos, huyendo de ese humo impertinente. Descanse en paz mi tía, la tortura que fue ya se ha rendido. Esto por fin es vida…