Sostiene G. que es su cuarta noche durmiendo sin muleta y que hoy piensa premiarse porque dos meses de pastilla -en realidad media pastilla de inocentes hierbajos- son muchas noches de terror a despertar a las dos, a las tres, a las cuatro y tararear estropajosa  “cien elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña…” y sentir que nada va a cambiar y que ese cuadro estará siempre torcido y  esa bolita roja colgando sobre el techo que colocó aquel hombre que creía en las paraciencias anormales se desplomará sobre su frente, justo enmedio de ambas cejas, y le hará brotar un unicornio de sangre que hablará como parlotean las viejas aburridas de los pueblos a la salida de misa.

-El tedio es amigo del diablo. Alabado sea el Altísimo.
-Tienes una voz bajita pero muy desagradable.
-Gracias, es lo más cruel que me ha dicho un imbécil en mucho tiempo.

Aquel tipo había aprendido a mentir antes que a hablar. A esos seres conviene no escucharlos. Mírame fíjamente y cuenta hasta tres. Cuando despiertes tirarás el bastón para siempre y saldrás corriendo. ¡¡Milagro, milagro!! (sonido de campanas de la iglesia)

La importancia de encadenar el sueño. A G. todos los malos presagios se le encarnaban de madrugada. Entonces se levantaba y corría a por la caja de las tizas -los pies descalzos, helados, de venas violetas- y apuntaba en la pizarra, casi sonámbula, frases ininteligibles como: “Ni un día más de cien días“. Por la mañana no había dios que interpretara su propia letra, y se encogía de hombros y arrastraba el bostezo diez o doce horas, a lo sumo.
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Cuaderno de bitácora: Ayer volví andando del trabajo, como hago a menudo, y recogí a Minichuki en su entrenamiento. En el campo, de obediente hierba artificial, corría un grupo alegre de niños encabezado por un dios negro. Era, sin duda, uno de los cuerpos más perfectos que había visto últimamente. Era el Flautista de Hamelín del cuento y a punto estuve de salir corriendo tras de él. La pura contemplación de la belleza. Pero me sobraba el paraguas y me faltó determinación. Un velo de lluvia caía sobre la farola, que lo transformaba en una red de estrellas en fugaz desbandada luminosa. Y ese negro, que nadie se ofenda, era un negro betún, un negro ónix, un pedazo de negro, y escuchaba sonriente las indicaciones de los pequeños: “Babá, ahora tú corres deprisa y nosotros tratamos de alcanzarte”. Y todo estaba bien, y algo despertaba a su hora. Como llamado por un ángel o un hipnotizador diligente de los que te sacan del letargo antes de llegar al borde del precipicio.

Babá Diawara

Y mi niña, radiante de lluvia, puso cara de machote cuando cubrí su cuerpecillo empapado con mi chal de lana caliente y perfumado, y en cuando doblamos las esquina me abrazó mucho y me dijo qué suerte que estés, y entonces, sólo entonces, le pregunté por el negro. “Me han dicho que es un jugador del Getafe…”. Es un dios. Un espantador de telarañas. “Qué cosas más raras dices, mami”.

Se llama Babá Diawara y es senegalés. En foto no es lo mismo que anoche, bajo el manto de agua. Suele pasar que la oscuridad dispara la fantasía. Pero ayer juro pormi vida que era un dios impulsado por dos piernas negras hacia una misión que sólo conocía él. Y su séquito lo seguía sin rechistar. Y todo era luz.

(Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña… (Y no hubo dos, ni hubo arañas)