El Desencanto

-Y tú, Leopoldo, ¿qué piensas de la infancia? Felicidad Blanc, la Madre.
 -En la infancia vivimos y después sobrevivimos. Leopoldo María Panero. (El Desencanto).

Anoche entregué mi insomnio a los Panero y salí trasquilada. Maldita. Conmovida. La película que había querido ver tantas veces, de la que conocía el contenido y fragmentos, me llegó vía Amazon mientras aún era verano y tenía fe en la vuelta al cielo raso y a la rutina. Sabía que no podría salir indemne de esa ceremonia de la familia como vivero de destrucción, exhibicionista y cruel. Luego de los primeros minutos, con esa mujer imponente de discurso poético llamada Felicidad -qué ironía- supe que estaba condenada a no despegarme de la pantalla. De esas presencias de seres rotos y cruelmente inteligentes a los que la locura otorgó una lucidez descarnada y tanta verdad que asusta.

Felicidad Blanc eligió la mentira, y la escenifica ante la cámara de Jaime Chávarri sin que se le mueva un pelo del cardado. Elegante, sosegada. Eligió sacar de la chistera de sus recuerdos al poeta marido con el que pasea de la mano por los campos de Astorga. No al borracho que la anuló y marcó la deriva de sus hijos. Todos muertos. Todos diagnosticados con nombres feos, de esos que asustan. Partícipes de una orgía de desengaños amorosos, alcohol, heroína, esquizofrenia, suicidio. Poesía. (Tal vez un gen de locura hizo de las suyas)

Leopoldo M.Panero


Una es la vivencia épica de la familia, que supongo que es lo que estáis contando en esta película, y otra la verdad“, le dice Leopoldo María a su madre con absoluta calma, sentados en un banco de su casa leonesa, mientras el hermano menor, Michi, contempla y asiente. Una familia, vienen a contar,  es un relato de mentira a lo Disney y, por debajo, una corriente sucia de deseos, resquemores, anhelos no cumplidos, mordazas, etiquetas. Silencios. “Felicidad, fuiste una cobarde“, le espeta el hijo, muerto (este marzo, antesdeayer), tras decidir vivir en un manicomio, el unico lugar donde se sentía a ¿salvo? de sus demonios. O precisamente el lugar donde los demonios tienen su trono y su libro de firmas para las visitas.

Decidiste meterme en un sanatorio donde lo pasé fatal“.

Y la madre, sin alterarse, reconoce dulcemente su cobardía. Como antes, al principio de la película, reconoce que siendo niños sus hijos los llevó a matar a unos cachorros de perro que su marido, el poeta, había prohibido- “Cuando llegue hoy no quiero ver ningún perro en casa”. Y ella, la mujer anulada que evoca los atardeceres románticos de la mano de ese hombre que es una sombra terrorífica durante toda la película, metió a los cachorritos en una caja de cartón a que hizo unos agujeros y con Leopoldo y Michi de la mano fue hasta un puente y los tiró al agua (a los perros, pero en cierto modo también a los niños. Mató su infancia, un poco más. No se lo perdonarían)

-Mamá, siempre he pensado que por qué hiciste esos agujeros, murmura Michi. (El dulce, el héroe tierno y devastado. Pasto de la Movida años después. Muerto a los 52)

Michi Panero

Y ella responde algo así como que hay que tener clemencia con el condenado a muerte, y sonríe con un gesto diabólico, apenas perceptible. Y te das cuenta de que una madre, incluso sin querer, puede matar a un hijo, a dos, a tres. Condenarlos a esquivar la metralla de una educación perversa en un lugar que parece el paraíso. Agujerear su caja para que respiren, eso sí. Con los cantos de los pájaros y esa nitidez que el blanco y negro confiere a las historias tristes. Que una madre puede detener un corazón frágil, con su poder salvaje, primigenio, y condenarlo a meterse un pico de tristeza o ahogarse en un barril de whisky. (Y sí, diréis ¿qué hay del libre albedrío?. Se ahogó con los cachorros, os diré)

“Para estar desencantado hay que haber estado antes encantado. Yo sólo recuerdo cuatro o cinco momentos de esos  en toda mi vida” (Michi Panero). Y después, no sé si él o su hermano Leopoldo, porque las lágrimas me impidieron concentrarme o porque ambos eran uno, hermanados en la tragedia. Tan bellos y tan grotescos: “Mi madre fue la causa de mi desastre”.

Me pareció que había tardado demasiado tiempo en enfrentarme a los Panero. Que “El Desencanto” es la obra de arte que voces mucho más autorizadas que la mía ya glosaron. Que hay que verla mejor en compañía, para estrechar un brazo o una mano. Que pocas familias sobrevivirían a un careo tan brutal de lo que de verdad piensan sus miembros. Sin épica, sin bálsamos ni mentiras.

“Somos un fin de raza astorgana. Llevamos tanto alcohol que no damos más de sí” (Michi Panero)

Y años después, moribundo, en una entrevista: “Me considero heterosexual, eso de entrada, me he casado dos veces, para
mi desgracia, y he tenido más amantes de las que pude disfrutar. Mi
sexo está bien cuando funciona, como todo. Y cuando crece te lo crees
-cuando te lo crees- como te crees el amor, la comida, el alcohol o la
literatura. Yo creí más en el amor, pero a lo mejor me he equivocado.

(…) llega un momento en que la vida pierde su gracia”.