Sin venir a cuento, me apunto a un curso sobre  Roland Barthes. Un impulso irrefrenable a dos meses vista para escapar de mis cauces ortodoxos y volver a Matadero, ese lugar donde siempre pienso que me espera un igual, oculto entre los aullidos de reses desangradas de amor y de codicia.

Cuando me ocurre abismarme así es porque no hay más lugar para mí en ninguna parte, ni siquiera en la muerte. La imagen del otro -a la que me adhería, de la que vivía- ya no existe; tan pronto es una catástrofe (fútil) la que parece alejarla para siempre, tan pronto es una felicidad excesiva la que me hace reencontrarla; de todas maneras, separado o disuelto, no soy acogido en ninguna parte: enfrente, ni yo, ni tú, ni muerte, nadie más a quien hablar“.  (Fragmentos de un discurso amoroso. Roland Barthes).

Inmediatamente se lo hago saber a mi amigo el innombrable (el artista antes llamado Prince), con una admonición: “espero tus dardos envenenados”. Sé que Prince me prefiere frívola y achanelada, por eso le hostigo con mis ataques súbitos de más allá. No me defrauda:

Mejor apúntate a un taller de cómo salvar el amor moribundo. Mitigar la autoinculpacion calvinista del fracaso se consigue reorientando la noción de éxito. Asumir la muerte me parece fácil desde la presunta lejanía. Ya veremos cuando asome de verdad. Nunca descartar el suicidio como autogestión del curso vital”.  (Olvidé decir que la propuesta del curso es “El amor y la muerte, cambiar de vida” . Lo leo y en la sucesión del planteamiento algo no  encaja. Una vez muerto ya no hay cambio posible. Permanezco abismada. Sucumbo)

También podría apuntarme a un gimnasio. Sí. Pero el olor a choto lo prefiero en sentido figurado. O en su defecto el de Minichuki ayer tras celebrar su 13 cumpleaños con cuarenta de los suyos (polvo, sudor y hierro). Un espectáculo de potrillos felices y cuerpos que no se hallan en sus costuras porque la adolescencia pide paso a gritos. Alegría en ese parque donde extendimos manteles de colores y puse -quizás por última vez- los nombres de los ¿niños? en cada vaso. “Madre de C., yo soy W pero escribe J,  que me da vergüenza” . Tienes un nombre muy distinguido, le dije. ¿De dónde eres? “De Honduras” (Y no sé por qué me acordé del grito de Trillo y me dio la risa. El pobre chico se azoró. Le di un beso)

El amor y la muerte, monsieur Barthes. Una propuesta ambiciosa para tres días. No sabía de usted desde que lo estudiamos en la universidad, aquel profesor tartaja encantador. A veces uno recibe por mail justo lo que necesita, y conviene obedecer el impulso del sí, quiero. “Menudo tostón de programa”, dice M. sin parar de masticar un bombón de licor con papelillo rojo. “Sostengo que a veces te metes a cursos para perturbar tus sentidos”. No lo descarto, pero no hay nada tan próximo a la muerte como el amor, ni nada tan eterno como un desamor mal curado. 

Irrational man. Woody Allen

Para desengrasar y no decepcionar a Prince, apunto otros propósitos de menor estatura y ambición: Ver la nueva película de Woody Allen el próximo finde, graduarme la vista y visitar al doctor Menguele. Llevar a mi adultescente a lo del Titanic, que le va a rechiflar. Cocinar algo nuevo, que ya toca. Regalarme una entrada para un concierto de cámara en el Auditorio Nacional. Mitigar mi autoinculpación calvinista del fracaso. Dormir una gran siesta, moribunda.

Irresistible Roland Barthes: “Para poder interrogar al destino es necesaria una pregunta alternativa (Me quiere / No me quiere), un objeto susceptible de una variación simple (Caerá / No caerá)
y una fuerza exterior (divinidad, azar, viento) que marque uno de los
polos de la variación. Planteo siempre la misma pregunta (¿seré amado?),
y esta pregunta es alternativa: todo o nada; no concibe que
las cosas maduren, que sean sustraídas a la oportunidad del deseo. No
soy dialéctico. La dialéctica diría: la hoja no caerá, y después cae; pero entretanto habrás cambiado y no te plantearás ya la pregunta
)