Mi querida Big-Bang:

Ahí afuera hay un submundo a punto de estallar en rebelión. Me refiero a lo que mi amiga Olga llama “real life, no Robespierre”. O sea, las salas de los juzgados de Pradillo, en Madrid.

No repetiré que el otro día me llamaron a declarar por un asunto de amor sin conveniencia, y allí estaba yo media hora antes, porque soy ansiosa y temo a la justicia como al nublao o a los policías en la carretera. No importa que no haya cometido una infracción, siempre pienso que van a encontrar alguna mancha en mi historial de niña buena de las monjas.

Bien, nada más llegar a real life, una sala con sucio gotelé y muebles desportillados, uno se encuentra rodeado de carteles de cartón, de los de leche Pascual, con letreros sutiles escritos a mano del tipo: “tenga paciencia, la espera es larga” o “lamentamos que tenga que esperar tantas horas”. Dispuestos a echar el día nos sentamos, rodeados de parejas de inmigrantes con cara de hastío pese a que estaban allí para tramitar sus papeles de boda. “O precisamente por eso”, me dije con sonrisilla cínica de quien está de vuelta del amor, el romanticismo y los papeles en general.

“Nelson y Weeeeeeendy”, bramó la funcionaria más borde. Y la sala al pleno nos quedamos clavados en su culo. En el de Wendy, claro, porque es bien sabido que las funcionarias no tienen culo. El de Wendy era un especimen gigantesco, redondo y retozón, enmarcado en un pantalón blanco en el que apenas cabía el exiguo tanga negro. “Si estalla, tendremos que evacuar la sala”, pensé. Para rematar, la feliz Wendy llevaba bien a la vista un parche anticonceptivo. “Madre mía, a estos no les dan permiso para casarse”, pensamos los trescientos de la sala.

Dos horas después, y varias Wendys, Mayras Vanessas y Mohamés mediantes, la madre de todas las bordes nos llamó a declarar. “A ver, los papeles” Y el tonillo chungo con que lo dijo auguraba que nos iba a pillar en un renuncio. Y nos pilló: “este está caducado, no puedo tramitar el expediente”. La muy asquerosa lo decía con la alegría del hallazgo espeleológico, mientras miraba insistente el reloj con cara de: es mi hora del bocata. Y dios la castigó, que dirían mis monjas:

-“Ay, se me ha vuelto loco el ratón. Apretadme la clavija, anda!”.

La apretamos.

-“¡Ay por dios, que me va a tocar reiniciar!”.

Y “reiniciar” debe ser lo peor que le puede pasar a una funcionaria con ganas de irse a tomar el bocata. Reiniciar es para la funcionaria remolona como el agua para los gremmlis malos. Una maldición letal. Así que cuando el novio le arregló en tinglado, todo cambió y empezó a tratarnos con estruendosa y falsa simpatía.

Tanta, que hubiera querido ser Wendy, plantarle el culazo en la cara y decirle que se metiera el ratón por el orto (en honor a la novia, argentina). Pero era la hora del bocata y estaba a punto de desmayarme, así que firmé el juramento de que estos se casaban por amor y asumí una pena de prisión de seis meses a un año si mentía. Después pusimos pies en polvorosa y brindamos por el matrimonio, el funcionariado español y por Wendy. Naturalmente.