Llevo buena parte del verano durmiendo en un colchón sobre el suelo, en medio del salón, para burlar los calores del asfalto. Se trata de una colchoneta dura, de 90×180 cm, más de celda de monja franciscana –“hermano Sol, hermana Luna”– que de rubia con flamante cama de látex y sábanas de algodón egipcio.

No es que el apaño sea cómodo. Mis riñones recuerdan cada mañana que no nací para faquir, pero hay algo en la sensación de sentirme sobre la tierra que me engancha y me retiene allí varada, mirando las estrellas de un cielo que no se muestra del todo, pero que rompe cada amanecer con el estruendo de los primeros autobuses, el trasiego de los jardineros municipales y los trinos de algunos pájaros de ciudad que sobreviven a nuestros desmanes.

A veces una postura incoveniente dispara las ideas. Eso pienso, y repaso la nómina de escritores que optaron por maniobras poco convencionales para dispersar sus delirios sobre el papel. Cambiar de postura te cambia la mirada como subirte a los tacones otorga torpe poderío. Mi fisio se encarga después de devolver cada articulación a su estado original, con poco éxito. El cuerpo tiende al desacato, y esta es una de las certezas que he acuñado en los últimos tiempos, y que repito cuando salgo a correr de madrugada rezando para que Jack el Destripador no madrugue y esté agazapado en ese parque del que mis piernas han memorizado cada curva, cada calva de hierba y cada aspersor titubeante.

¿Estás ahí, Jack?

Mis amigos deben estar hartos de escucharme contar mis modestas proezas al trote. Pero descubrir tan mayor que el deporte limpia las cañerías del corazón es un hallazgo sobresaliente. Una rutina que aleja la tentación de los malos pensamientos.

Ahora entiendo lo baldío del discurso de algunos deportistas. Son cuerpo. Pura sensación, desgaste y territorio ganado a la santa voluntad. Y en eso se les va la vida, mientras otros ánimos torturados se aplican a las lecturas y a la introversión al tiempo que los músculos van perdiendo el sentido y, asténicos, dejan de pedir pista de aterrizaje.

Correr de madrugada es un ejercicio de absoluta soledad. Hacerlo por la tarde noche, como ayer, un acto social.  Te cruzas con otros que sudan, que escupen, que marchan al son de sus I-pods. Con los que salen a ligar con coartada perruna. Con pandillas de adolescentes que beben y fuman y te miran con esa cara de “menudos pringados”. Con padres que echaron el rato con los niños vuelven a la caída del sol, al baño y a la cena sin tregua y sin vocación.  

Y en la distración se te olvida tu cuerpo, dejas de escuchar los latidos, la evasión centrífuga de los muslos, el desvarío de los codos, el choque de los dedos sobre la tierra, el jadeo de la respiración y el devenir de las gotas de sudor que atraviesan la camiseta y te recuerdan que ya queda poco, que ya queda menos.

Y entonces pienso que duermo sobre el suelo para seguir sintiendo  mi cuerpo. Y para evitar tentaciones a la mente, sometida a la disciplina y sin huecos para la obsesión hasta nuevo aviso.