Mi querida Big-Bang:

Pronto tendré un coche “de categoría” y se cumplirá una maldición. Mi cuñado P., al que adoro, lleva años advirtiéndomelo: “nena, tanto ringo y tanto rango y tienes un buga de frutera retirada”. Siempre he querido conducir chatarras que pudiera abandonar en la calle y, si me asaltaba esa duda de ¿me lo habrán robado? -que me asalta cada vez que lo busco- la respuesta fuera: Bueno, ¿y qué? Entenderás que el desapego es una de mis taras. Para fetichismo, ya tengo los zapatos. Y cuando los pierdo tampoco sufro porque me siento Cenicienta y espero al príncipe con mallas que me lo traiga después de recorrer la comarca tratando de vencer los callos y durezas de otras damas casaderas.

La cosa es que cuando le diga adiós a mi viejo coche pienso pronunciar un responso. Como haría Michael Knight, ese tipejillo hortera de bolera que hablaba con su coche fantástico Kit y llevaba unas chupas de plástico bien marconas. Porque digo yo que si tienes para un vehículo que te habla bien podrías cuidar el estilismo y huír de los tejidos crílicos. ¡Y ese corte de pelo, Michael Knight!.

Somos lo que conducimos. Lo que guardamos en el maletero. Y aquí hago un alto en el camino, porque la mugre y la ponzoña que van a salir del mío me acercan peligrosamente al síndrome de Diógenes. Una tabla de playa, un juego incompleto de badmington, unas botas de montaña con su barrillo que podrían pasar las pruebas de Carbono-14, una pelota pinchada, una red cazamariposas de las chukis, un Trivial Pursuit descatalogado…y así. El inventario de mis últimos 5 años arroja un perfil entre naif y zarrapastroso muy preocupante que tendré que arrastrar a tu diván.

Por no mencionarte recorridos memorables, como ese viaje a Asturias con mi amiga A-1 sin pasar de 80km/h, con el corazón partido y la música de Carla Bruni alternada con Calamaro a tutiplén (“Honestidad Brutal”). Imaginando personajes para uno de sus guiones, llorando y riéndonos como dos locas adolescentes a la espera de un Brad Pitt lampiño en un bar de carretera. O esa escapada a Villatoro con lluvia y amor recién estrenado, una habitación con bañera incorporada, y la banda sonora original de “Sobreviviré” ((http://youtu.be/BZNoJQw8MjY) a tope, como siempre. Y algún revolcón clavándonos la palanca, porque un coche sin sexo es un ataúd sin flores.

Las Chukis siempre se han quejado del volumen de la música: “Mamá, parece mentira que seas tan macarra, bájalo un poco que nos vamos a quedar sordas” (adolescente). “Sí, como Bethoven” (chuki macho). A mí me pasa que conducir y bailar son una misma cosa. El coche lo quiero para vibrar, para emocionarme y para saltarme las normas. Y esto mi lata con ruedas lo ha cumplido con creces. He sido feliz a su lado, y si ahora me subo a un coche “de categoría” lo mismo dejo de comer cheetos barbacoa porque me impone respeto. Y lo mismo pido a J. que no fume dentro. Y puede que silencie a Calamaro para no alterar el ruido de su motor rechinflante. Y lo mismo cambio mis delirios por fetichismos pijos que detesto. Y puede que lo lave a menudo. Horreur!

Te dejo ya, que estoy demasiado triste. Creo que en el fondo no necesito un upgrade móvil. Es posible que lleve una frutera pizpireta dentro y que no deba salir de ahí. En mi viejo coche he enterrado mi corazón, mi furia y mis canciones favoritas. ¿Qué será de mí cuando busque la radio en la guantera y me encuentre un ambientador mentolado? Mándame alguna receta de las duras. Tengo el síndrome Michael Knight. Eso es lo que tengo.