Uno ve el paso del tiempo propio en las arrugas de los demás. La paja en ojo ajeno.

La vecina de tu casa materna, un pibón a los 30, a los 40, a los 50… y ahora,  pasados los setenta, cruza cada mañana a la cafetería de enfrente, y sigue siendo guapísima pese a los surcos que resquebrajan su piel.

La suya es una belleza intrínseca, existencial, y cruza sola, con un libro siempre en las manos. Impecablemente vestida. Absolutamente sola.

Uno ve el futuro en la soledad de quienes ha visto envejecer desde que era niña, apenas sin darse cuenta.

Hasta que de repente un día piensas: Qué mayor está, con ese libro y tan sola. (A su marido también lo ve, a otras horas, con un perro, absolutamente solo. Dispuesto a pegar la hebra con cualquiera)

Y entonces asumes que quien ya es mayor eres tú.

Es decir.

Uno no contempla a los demás con realidad hasta que no ingresa en su club como miembro de pleno derecho. Y entonces se plantea si en veinte años cruzará la misma calle sola, con un buen libro de uno de esos autores que le calientan  en cada página. Con un café humeante. Justo después de saludar en la parada del autobús a una mujer que conoció de muy pequeña y que ha crecido tanto que la mira y se reconoce.

Y la idea no parece tan triste. Aunque leer a dos siempre fue una fiesta. El cúlmen de la intimidad. Tú Carver, yo Bernhard. Tú El País, yo El Mundo (Y el HOLA,  que no falte).

Los demás somos nosotros proyectados de repente. Un fogonazo apenas de segundos.

Y esa mujer está sola, pero no parece importarle demasiado.