“Tarde o temprano, todas formaremos parte del club de las miss Sunshine”

A mi adolescente una compañera le impidió salir en la foto de grupo con crueldad de fea revenida: “Tú no, que no cabes”. Mi niña -más alta que yo y mucho más guapa- me lo contó después de un relato largo y vertiginoso donde pasamos de la camiseta que se había puesto para salir a las costumbres alemanas de la familia que la acogió unos días. Las dos paseábamos despacio, ella agarrada a mí como un koala a su rama y yo incómoda pero muda. Añadiré que soy tan feliz cuando me abraza, me besa rapidito o se cuelga de mi codo para hablar que no muevo un músculo no sea que se pierda y se deje caer.

Me dolió mucho imaginarla acercarse con torpeza quinceañera a esas otras y pedir permiso a la líder. Una chica que fue gorda y aún está en ello y que ha ganado con carácter dominante lo que no perdió en la báscula.

Mi querida R. fue a un viaje de trabajo con un grupo de colegas de otras empresas. Mujeres todas, mayores que ella y gorilas dominantes a base de ver pasar los años sin que la bondad haya penetrado en sus gruesas pieles atiborradas de cremas de última generación. Cruellas de Vil que protestan furibundas porque la limusina con la que las han recogido en el aeropuerto es un metro más corta que la de las demás, o porque la habitación de su hotel, siempre de gran lujo, no tiene las mismas vistas ni la bañera exenta con patas que la de al lado.

Pues bien, mi querida R. bajó a desayunar en su hotel deluxe y se acercó a la mesa de las guays. Había un sitio libre. “¿Puedo sentarme?”, preguntó. “Está ocupado”, respondieron ellas. Mi R. murmuró un “vale, ya me voy” y buscó otra mesa. Tres cafés y dos tostadas después el hueco de las otras seguía libre. Las gorilas habían marcado su territorio de enclenque poder, dejando claro que no iban a invitar a cualquiera.

La hija de mi amiga L. tiene 8 años y una pesadilla que se llama Patricia. No pongo los apellidos no para protegerla como menor de edad que es -desenmascarar menores chungas es mi vicio secreto- sino porque en este momento no lo recuerdo.  La llamaremos en adelante  Pequeña miss Cabrona (con perdón), porque suele amonestar a la otra, un ángel rubio algo tímido y de mirada penetrante, con frases del tipo “siempre vienes a molestar cuando estamos jugando tranquilas”.

Pensaba hacer una diatriba sobre esas malditas que practican la exclusión social desde la cuna, pero me parece mucho más interesante investigar sus razones. Los motivos por los que dedican su tiempo a levantar muros para impedir el paso a los demás. Para protegerse, imagino. El poder es un arma que se aprende en el patio del colegio. Los que lo detentan con crueldad intuyo que saben que carecen del don innato del liderazgo. Que saben que podrán arrastrar a personas débiles, pero no someter a espíritus fuertes que a poco que saquen el cuello los dejarán varados en su mediocridad.

Mi adolescente no se frustró tanto, pero ha decidido no emplear más tiempo ni esfuerzos en gustar a la gorda mandona. Mi querida R. es mucho más brillante, mucho más guapa y mucho más buena que todas esas brujas que algún día no muy lejano matarán por sentarse a desayunar en su mesa, y ella, como es así, les dirá que por supuesto y esa será toda la concesión que haga a las torturadoras.

Por su parte L., la madre de la más pequeña de este relato, ha organizado una merienda en casa este sábado donde invitará a todas las niñas de la clase menos a Pequeña Miss Cabrona. “Va a ser una fiesta rosa, como le gusta a mi hija, con algodón dulce, manteles fucsia y hasta tenedores de ese color. Se va a cagar la enana esa”.

La pequeña Patricia, cuando se entere, aprenderá que ser excluida es amargo y lo mismo reflexiona y cambia su modus operandi para no terminar como esas señoras feas y arrugadas que viajan en limusina cuando merecerían hacerlo en un camión de patatas.