Un hombre compró para sus hijas una chinchilla como animal de compañía. No eligió un bicho tan extraño al azar. El hámster de las pequeñas había muerto de acuerdo con las implacables leyes de la longevidad, y el drama doméstico fue de tal calibre que el padre se aseguró de que la siguiente mascota viviera muchos años. “Las chinchillas pueden alcanzar los 25, así que no lo dudé”.

Lo que ignoraba D. es que, además de longeva, una chinchilla es adusta y porculera. Un bicho indomable al que no se le puede poner una correa para pasear ni te sale a recibir con alborozo cuando llegas a casa.

D.,  que anoche me contaba la historia en un banco de la calle donde la profusión de relatos encadenados retrasó la despedida, se dio cuenta de que se había casado con un ser desabrido que podría terminar acompañando su vejez, según las estadísticas de supervivencia, de modo que se empleó a fondo en seducir a su nueva compañera de vida, a la que acariciaba con ternura por la noche, cálidamente instalados ambos en el sofá.

Pero es sabido que un tigre no se convierte en un lindo gatito por amor, y la desagradecida Chinchi, así se llamaba la mascota, burlaba a menudo la seguridad de su jaula. De manera que D. claudicó y le buscó un destino acorde con su naturaleza salvaje. El hogar de un amigo que convivía con 43 chinchillas, una de ellas desparejada. “Imagino que debe ser muy feliz en semejante compañía. Las chinchillas son fieles a sus parejas toda la vida”.

Pero esto no va de mascotas, ni siquiera de fidelidad, sino de desabridos porculeros. De esas personas que se vienen arriba mordiendo la mano que le saluda con educación. Anoche un chinchillo calvo y estirado llegó a un cóctel social en una terraza bellísimamente adornada que estrenaba temporada, la del hotel Ritz de Madrid, donde sonaba una orquesta y los corrillos brujuleaban hablando de esto y de lo otro con vocación de Gatsbys que invocan a un verano que se resiste a llegar. El hombre, mediocre glosador del bont vivantismo, saludó con displicencia afectada para pasar a comentar lo que “no le había gustado nada” de la revista donde se dejan el alma dos de las invitadas a la soirée. Su performance grosera, muy calculada, incluía fingir no conocer a otro asistente e ignorar a los demás. Una de las agraviadas asumió el empellón con sonrisa algo forzada. La otra contuvo a duras penas las ganas de pegarle un empujón que derramara su copa de champán sobre la americana celeste y relamida como su dueño.

Terraza del Hotel Ritz, Madrid

Pensé que ese chinchillo pedía a gritos el ostracismo social. Ser condenado a una jaula con candado y cristal de alto blindaje durante no menos de un cuarto de siglo, alimentado sólo de vino Don Simón. Pensé que muchos groseros tienen suerte de mezclarse con personas educadas que entienden la cortesía como una de esas bellas artes. Pensé que lo que evita la confrontación son ciertos convencionalismos que sí, destilan artificio, pero nadie dijo que al salvaje hubiera que dejarlo suelto una noche de mayo con boleros y chachachá.

Luego pensé que debo insistir más en una de esas lecciones con las que machaco a las Chukis a menudo: “Si no tienes nada agradable que decir, no digas nada”. Y además pensé que el buen salvaje de Locke y de Rousseau era mucho más civilizado y menos peligroso que aquel que se reviste de un halo de dignidad y se perfuma con Moet Chandon para luego escupir por las esquinas de un salón de baile con árboles iluminado por la luna. Y, poco antes de dormirme, pensé que la chinchilla es el buen salvaje y el chinchillo una especie a extinguir a golpe de indiferencia.