Me sentaron en una mesa llamada “El Bestiario”. Lo ponía bien claro en una tarjetita negra y cuadrada que perdí de inmediato. Entendí en todo momento “El Infierno” y me pasé la fiesta  buscando a Mefistófeles, sin éxito.

Para mí, el Bestiario siempre es el de Josep Ramoneda, el hombre con el que me acuesto muchas noches. Tan solemne, tan catalán, tan dado a las sentencias, tiene una voz lenta y áspera que me acuna al final del programa que escucho. Y aunque no siempre estemos de acuerdo, me dejo llevar y le hago un hueco a mi costado inquieto, y a veces sueño despierta sus frases recitadas al bies. Portal de entrada a largos insomnios que, bien acompañada, no son tan malos.

Cuando duermo poco suelo confundir algunas palabras. Otras se me resisten, como invernadero. Decía siempre estufa fría, como en las guías de viaje. Hasta que aprendí un truco nemotéctico para no sufrir molestas lagunas. Ahora uso invernadero en demasía, aunque no haya plantas ni ambientes húmedos a mi alrededor.

Esta noche insomne he soñado con Ramoneda. He habitado en el Infierno. He pensado en “El laberinto del fauno”, esa película que juraría haber visto pero que no vi hasta hace dos días. He tenido pesadillas con un tipo gordo en bañador que se hacía con la audiencia a base de tirarse de un trampolín en un programa absurdo de televisión del que habla hasta mi adolescente, que no lo ha visto ni lo verá.

Y en mi insomnio he pensado que no pienso citar el programa con su nombre porque la estupidez humana no merece campañas gratuitas. Y que espero que esas audiencias sufran calores del infierno por atiborrarse de bazofia para vomitarla después en las redes sociales.

Y que no dormir me pone de muy mal humor. Como una bestia del bestiario de mi amigo Ramoneda.