Hace justo un año estaba preparando la maleta para ir a ver a mi padre al pueblo pirenaico que lo acoge y que fue cuna y tumba de mi abuela. Hace un año y cuatro días, la tarde de Nochebuena, mi padre se sintió de pronto mal y mi hermano voló con él en coche al hospital de referencia, a casi 100 kilómetros montaña abajo. Regresaron con titulares confusos casi a la hora de la cena, que no habíamos preparado por el susto. Papá se fue a la cama y nosotros apenas probamos unos aperitivos.
A la mañana siguiente salí a pasear con Bronte por esas rutas frondosas que desembocan en pueblos medio vacíos donde siempre hay un perro que te recibe a ladridos de desesperación y amenaza y un amo que te mira atravesado. Sonó el teléfono. Era mi padre, con voz destemplada: “Bruja, creo que es mejor que hagamos todos la maleta y nos vayamos a Madrid a que me vean allí”. De camino, más de 500 km inquietos y vacíos de coches, paramos en una de esas gasolineras desoladas en medio de la nada y escogimos el único menú navideño disponible: Cheetos con Coca Cola. Recuerdo nuestras risas a pesar de las circunstancias. Porque en mi familia somos muy de troncharnos en las situaciones dramáticas gracias a que hemos heredado de nuestros progenitores un sentido del humor irónico, saltimbanqui y explosivo que siempre nos salva la vida aunque nos depare miradas reprobatorias en tanatorios y hospitales.

Pirineo.Peña Montañesa

El resto es una sucesión de citas médicas, prescripciones, buenas noticias, vuelta al Pirineo, susto y regreso a casa, donde mi padre pasó con mis hijas y conmigo los meses del confinamiento duro. Chutándose en vena todas las series españolas de policías que encontró y preparándome a diario el aperitivo a la hora de los aplausos. Una suerte para las tres y una bacanal para nuestro perro, que engordó 4 kilos gracias a los festines furtivos del abuelo.

Añadiré que despedimos 2019 con esa alegría trotona y destartalada tan nuestra y que sentimos la absoluta convicción de que 2020 nos traería toda clase de parabienes. Con la absurda fe de quien compra un número “bonito” del sorteo del Gordo.

Pero no. Enero nos mandó un aviso en forma de rayo que nos ha dejado una cicatriz indeleble y a ratos aún sangra; en febrero el enemigo común rugió como la marabunta y en marzo nos confinaron. Un año raro, pandémico, postraumático, fantasmal y sobrecogedor, en el que en casa hemos transitado entre el miedo y la esperanza; el desasosiego y la tristeza. Los planes y cábalas. El estrés y la necesidad urgente de no permitir que el latido del optimismo genético se apagara. Un año de mierda -con perdón-del que sólo puedo decir que hemos sobrevivido con no pocos arañazos.

Y también un año en el que hemos hecho el ejercicio de repetirnos cien veces: “y, sin embargo, somos privilegiadas”. Llamadlo letanía de autoconvicción. Porque al instinto de supervivencia hay que darle carnaza para que no se venga abajo. Tenemos salud, cobijo y trabajo. Una gran familia con la que no nos peleamos en las cenas navideñas, amigos inquebrantables. Amigas de siempre. Una habitación propia que, en mi caso, es la escritura y el silencio. Planes. Deseos. Tenemos -repítase mil veces- salud, qué más podemos pedir sin sonrojarnos!

…Y sin embargo mis hijas y yo este año no hemos sacado el árbol de su caja. Lo hemos sustituido por un abeto enano natural decorado con el rigor que marca la tradición (una tradición bonsai, diría yo, tamaño arrepentimiento), y hemos completado el cuadro con una cadeneta de luces de colores. Eso es todo. Sentimos que el espíritu navideño de antaño no tiene sitio en la mesa. No como ayer. Y hoy he buscado entre las cajas del altillo del armario el pantalón de montaña que no sé si me pondré porque aún no sé si este año volveremos a casa de mi padre. Al bar del pueblo, al trote y a brindar conjurando a los dioses para que nos regalen un 2021 anodino, tranquilo y gris. Eso que nunca pensé que podría llegar a desear. Feliz Navidad.