Sucede que a menudo quemo las tostadas. Las calcino. Me gusta ese olor acre, mortuorio, que no se parece a ningún otro y que penetra entre las juntas de los azulejos de la cocina, y te lo llevas puesto en el pelo, las manos o en las ingles. El olfato se aprecia cuando te constipas, es un sentido malogrado, el tonto de la clase. Quedarse ciego o mudo es una tragedia convenida, pero perder la oportunidad del olor propio o ajeno debería sostener una incapacidad laboral.

Todo viene a que alguien cercano está haciendo un experimento con una camiseta prestada. Se la pone cada noche para ir a dormir, y ya van ocho. Después, por la mañana, repite un ritual bastante selvático: llevársela a la nariz para reconocer el rastro propio, ese que sofocamos con desodorantes, cremas y perfumes. Para su pasmo, la prenda no apesta, como debería tras tantos sueños agitados y cubiertos de edredón de plumas. El sudor del día, en caída libre, hasta salvaje, se corta por la noche como una mayonesa mal ligada. Y el resultado viene a ser un compendio de trazas de colonia maridadas con piel de pliegue oculto y restos del olvido. Un mapa del tesoro que no conduce a nada salvo a un rastro que sólo quien ha visto y ha catado de cerca podría etiquetar incluso a ciegas.

Las mujeres, sobre todo las mujeres, nos hemos dedicado a borrar las pruebas íntimas de nosotras mismas. Leí ayer que la moda de dejarse crecer los pelos del sobaco -admitamos que el término es mucho más contundente que axila- cunde entre algunas socialites y estrellas que airean sus tentáculos pilosos con descaro de diva performántica. Imagino que es sólo una osadía estética, como colgarse un bolso Birkin para ir a una expedición polar, o a un matadero de reses revenidas.  Pero el olor a cuerpo, a humanidad descarada y libre, es una rebeldía en unos tiempos donde la globalización impone desaparecerse y cubrir el vacío olfativo con sándalos, maderas, patchulis o notas cítricas.

La memoria olfativa, sin embargo, es potente cual bomba de hidrógeno en desierto sin almas. Uno podría olvidar el color de sus ojos, su altiva compostura, pero jamás el aroma a ese desodorante de casa de la abuela que guardaba por pares en el armario del baño. Olor a brezo y a filigrana moral, a cercanía con límites. A ni un paso más, querida, pero ni un paso menos. Podría recordar ese otro olor a trapo húmedo, a camisa mal resuelta en cubo de ropa sucia. A fruta al borde del estío, a regaliz de parque de atracciones. A aquel chico de pura adolescencia en una moto, perfumada su larga cabellera con colonia de madre. El olor puti club de ese restaurante chino de casino de cuarta, con vistas a las mesas de Black jack. El puro vicio. El rastro de dos cuerpos que se funden y olvidan quiénes eran, su filiación y punto de partida.

El olor a libro nuevo, a tinta recién seca. El de las gomas Milán de nata del colegio. El del primer café de la mañana, que da hogar incluso bajo un puente. El olor de tu padre y de tu madre, y sobre todo el de tus hijos recién paridos, sus cabezas con restos de tu sangre, calores palpitando que se abrazan por primera vez, ungidos y aullando de amor.

Y todo porque hoy he vuelto a calcinar las tostadas, y a rallar lo quemado con cuchillo, y a dorarlas de aceite virgen extra, poderoso de incienso. Y a despertar con un beso en el pelo a mi hija pequeña, en esa ceremonia indestructible que es el querer que huele y no entiende de mordazas en bote con nombres en francés o en italiano.