Me cuenta I. que su matrimonio sigue en pie después de treinta años, y lo hace trazando unas líneas imaginarias en el mantel de un restaurante coqueto donde somos las únicas comensales y sirven delicioso vino. Una suerte de campana de Gauss que es el saldo del sentimiento llevado a las matemáticas: “Si la media, el punto álgido, te sale positivo, a pesar de algunos trazos aparentemente inaceptables, es que te compensa”.

A continuación, y para reforzar su teoría, me cuenta una anécdota de su marido que a mí me bastaría para colocar a cualquier hombre  de patitas en la calle, pero ella, advirtiendo mi alarma, prosigue su lección magistral: “Yo en ese instante pensé que debía enfriarme y situar su reacción en el contexto de su personalidad. Entendí por qué lo había hecho y después me tomé mi venganza: “Esto cuestan los billetes del crucero que voy a hacer con las niñas este verano”, le dije. Pagó y no rechistó”.

Yo la miraba con el tenedor suspendido en el aire con su porción de merluza y gulas y una mezcla de admiración y pánico. Esa mujer quiere a su marido, me consta, y ha conseguido salvar su matrimonio con dos máximas: pensar en frío antes de disparar y estar absolutamente segura de que él la apoya a muerte, aunque a veces cometa pecados más que veniales.  “Yo tampoco soy perfecta, ¿sabes?”.

Entenderéis  que me guste frecuentar a I. aunque sea a saltos en el tiempo que suelen devenir zancadas. Tiene una visión matemática del sentimiento que me resulta mucho más verosímil que los arrebatos de otras. A su lado me siento una alumna torpe que no logra contener la visceralidad. La cantante de Pimpinela en plena lucha de barro con su hermano, incestuosos y encendidos. Suelo examinar el amor desde las tripas, y a veces salen besos y otras exabruptos. Si me mienten o me decepcionan pego una patada y entrego un billete al último anillo del infierno de Dante. Y lo que I. me estaba proponiendo era que una mentira o una traición, la decepción o la cobardía son sólo accidentes en el largo camino de una pareja que no pueden ponerse desnudos en el microscopio sino acompañados de esos atenuantes que los explican y los matizan.

El tiempo pasaba, yo apuraba mi copa de vino despacio y ella seguía regalándome lecciones de sabiduría aritméticosentimental con leves golpes de esa melenaza morena suya que jamás se desboca y una cadena de oro al cuello que se agarraba de cuando en cuando, para enfatizar su discurso. Pensé, pienso ahora mientras vuelvo en flashback a esa mesa, que en el amor, como en el atletismo, hay velocistas y corredores de fondo.

Los primeros buscan intensidad, subidón de adrenalina, pasión desatada y terminan pronto, exhaustos. Los segundos salen despacio, dosifican sus fuerzas, reducen la velocidad unos minutos, aceleran otros y beben isotónicas. A veces desfallecen y, cuando están a punto de desplomarse una fuerza oculta, residual,  los empuja a seguir cien metros metros, quinientos, mil… Al llegar a meta no recuerdan esos ratos críticos sino el conjunto. La campana de Gauss de mi sabia I.

Hoy pienso correr diez minutos más, si puedo veinte. Debo entrenarme duro para la larga distancia. Es mi propósito y mi voluntad.