Mi diario íntimo es un ataúd en el que la momia del día se conserva, a veces embalsamada, pero seca, tiesa, con la boca torcida en una mueca: muerta, en una palabra“.

La madrugada me ha sorprendido decidiendo en qué invertir el último día de vacaciones. Con esa tentación de sumergirme en los pliegues más íntimos de Amiel, mi nuevo compañero, para revolcarnos juntos en el diario de la mediocridad -nada mediocre- de este hombre que hizo de la introspección un latigazo contra sí mismo, y del cuaderno íntimo una forma de sustituir a la vida.
Podría, sin embargo, encaminarme al mercado de abastos con mi carro de lunares blanquinegro y elegir las viandas más frescas y nutritivas, de todos los colores que me excitan la vista, serpenteando entre las señoras ariscas con sus carros y maridos diligentes con listas de la compra. Y fingir que soy solo un ama de casa preocupada por dar a mis polluelas un plato sencillo y libre de tóxicos, grasas e insipidez con fachada de tersura (esas manzanas de corcho!). Y sonreír al carnicero que te piropea mientras corta chuletas de cordero, sin dejar de barruntar,  aterrada, la posibilidad de un corte brutal, el surtidor de sangre por la piedra engrasada entre ahogados gritos de res muerta complacida de compartir irónico destino.
De pronto, ser ama de casa me parece un chollo con guión simple y aprendido.  Inventarse cada día es mucho más agotador, habría que elegir entre cansancio o aburrimiento (el susto o muerte cotidiano).
Podría, desde luego,  encadenar acciones muy sencillas, exentas de perfil de desafío: poner en orden mis zapatos, responder a algunos mails abandonados, pegar la hebra con mi vecino, en esa estepa fría y pálida de luz que es el descansillo. Y, ya puestos, intentar recuperar esos teléfonos que se tragó mi útltimo smartphone, con su glotonería impetuosa. O salir en bicicleta bien calada de gorro y de bufanda, alterando el paso de los perezosos viandantes que hoy regresan a sus puestos de trabajo más gordos y con el propósito obcecado y poco convincente de dejar de fumar.

((Si yo fumara no me propondría dejar de fumar en Año Nuevo, qué vulgaridad. Lo haría un martes, ese día odioso y banal, de abril o de mayo. O en Viernes Santo, en acto solidario de pura inmolación)).

Y entretanto avanzo en la lectura, ese vicio seguro que no encharca pulmones y nutre interrogantes de mujeres inquietas: “En mi situación, una boda nacida del corazón, por pura simpatía, me parece una temeridad y casi una quijotada”. Tienes mucha razón, admirado Henri Frederich (Ginebra, 1821-1881), de siempre el matrimonio que funciona es el de conveniencia. Lo tuyo es más bien “amoridad”, esa palabra que inventaste para glosar el amor/amistad.  ¡Ay, esas descripciones  entrañables de mujeres!: “Me la imagino vehemente, voluntariosa, poco tierna, experta en artimañas, no muy abnegada ni  respetuosa, en fin, una pariente lejana de Dalila” (dice de Caroline Grosschopf, apodada “Miss Tormenta” y Fedora. (Los modernos, por cierto, inventaron “amigovio” y ya está en la RAE, pena que los difuntos no puedan litigar por sus derechos de autor).

Podría, ahora lo pienso, quedarme en casa como en una trinchera cálida y segura, editando las fotos del año que se fue. Aletargada y lenta como un oso. Y jugar con mis hijas a que salgan de sus cuartos sin gadgets tecnológicos y hablando muy bajito. O vaciar cajones, que es tan liberador si sabes qué hacer con lo que sacas.
O inventar epitafios, un sudoku macabro para el que me considero más apta que en mi edulcorado rol de ama de casa perfecta por un día.

El de Amiel, ahí os lo dejo: Ama y acepta.

Acepto.