Las mujeres de treinta andan preocupadas por el apremio del tictac de sus relojes biológicos. Las de cuarenta porque la piel les dice que ya no son tan jóvenes. Las de cincuenta porque se sienten invisibles en dos mercados, el sentimental y el profesional. Las de veinte “porque beben dos gin tonics y se inventan un trauma” (aguda contribución de mi amiga I.), y las adolescentes porque lo son.

Conclusión: las más felices deben ser las de diez -como Minichuki- y las de sesenta que han llegado a esa década en buen estado de salud y convivencia. Con el corazón bien engrasado por las caricias y la certeza de que lo mejor podría estar por llegar. O no, pero no importa.

Este es el tipo de estudios sociológicos maniqueos y frívolos que una hace cuando se sienta a comer con una amiga a la que no ha visto en mucho tiempo. O cuando lleva toda la semana sentada a la mesa con mujeres de distintas edades y situaciones que entre plato y plato hablan de las cosas de la vida. De ese hombre que fue el mejor amigo y ahora lo preferirían amante. “Chica, lo tuyo es una peli de Meg Ryan en toda regla”, me atrevo a sugerir. De ese otro que nunca se va -“el intermitente”, lo llama M. aunque se haya ido. De ese trabajo que no le han dado porque tiene 43 años, y está segura de que la ven demasiado mayor. De ese pliegue misterioso en la espalda que parece haber brotado de repente y le hunde el sujetador en la piel. De esa cuenta corriente que tirita y en dos días ya veremos…

“A la pregunta de si estaba enamorada de John Perkins, Sally había contestado no lo sé. Y a Quinn le parece que esa duda es ya en sí misma el amor porque, sobre todo a partir de cierta edad, el amor tiene naturaleza de pregunta (…) A la edad de Sally, a la de él mismo, el amor es un simple no saber (…) una oscuridad al llegar a casa que se mete en los huesos como niebla. Dudar ya es amar”

Anoche me dormí después de haber dado cuenta de “Polvo en el neón”, el libro que Carlos Castán, amigo desde lejos, me envió y que ha escrito para acompañar una serie de fotos de moteles, la desolación misma, firmadas por Dominique Leyva (Tropo Editores). En realidad es un relato breve y vibrante, una pequeña road movie literaria que resume esos elementos que Carlos maneja con maestría: la pérdida, la melancolía, el desamor, la duda. Los temas de los que hablamos los amigos al cumplir los cuarenta aunque no hayamos vivido en una caravana desvencijada y con goteras tras un divorcio.

La pérdida es la cuestión, tienez razón, querido Carlos. La del trabajo, la del amor, la de la firmeza de la piel, la de la fe, la del sueño. Y eso puede suceder cumplas la edad que cumplas. Pero parece que en torno a los cuarenta se alinean varios planetas y es más fácil que suceda. Y si sales de tu caravana en una noche con estrellas podrías llegar a verlo. Y es un espectáculo. Y dan ganas de llorar, pero no siempre.

“Dudar ya es amar”.

Debo pensar sobre ello.